lunes, 8 de mayo de 2017

JAROCHADAS

LORETO Y GUADALUPE…
(Primera de dos partes)

Año de 1862: La Alianza Tripartita firmada en Londres e integrada por las más rapaces potencias, estaban ávidas de invadir nuestra nación: España, que quería, pero sin billete, pos no podía; Inglaterra, esa podía, pero no soltaba ni un chelín; Francia, cumplía con el requisito, quería y podía. Los mexicanos, en su estado natural, siempre divididos: en un bando, el de la sierra de Ixtlán Benito Juárez y por el otro, provocando la contrariedad el de Álamo Sonora Félix María Zuloaga.


El Ministro de Relaciones Exteriores, el guanajuatense Manuel Doblado, no se dobla y a finales del mes de febrero en la Soledad Veracruz, se apersona para convenir con los franchutes y éstos con DOBLE MORAL, aceptan la propuesta. El niño “Almonte” (hijo del generalísimo Morelos) cuyo nombre era Juan Nepomuceno, hace berrinche y brinca en contra de los Tratados de la Soledad, declarándose aliado del Conde de Lorencez, cuyas tropas acantonadas en el puerto de Veracruz desde el 5 de marzo, esperaban la hora señalada.

El condenado conde decide avanzar junto con sus seis mil soldados hacia Orizaba y Tehuacán, aduciendo que: “―Dense cuenta que somos tan superiores a los mexicanos, que a partir de este momento, considérenme el amo patrono”, además “—aquí hace mucho calor y estos pinchis chaquistes molestan a todas horas”. Al mismo tiempo, Don Benito le parlotea  a Napoleón III que NO MANCHE, que por favor regrese sus tropas y éste le arguye con una perversa y burlona risotada. Al ejército francés lo avalaban las campañas de Magenta, Solferino y Sebastopol, por lo que se decían invencibles, pero no contaban con la sagacidad del Presidente, que mandó al estratega Zaragoza, a detener al indomable.

El cinco de mayo, en los fuertes de LORETO Y GUADALUPE (custodios de la ciudad de Puebla), con el toque del clarín, tatatááá, tatatááá, tatatááá, al ondeado del lábaro patrio y el sonoro rugir del cañón, las armas nacionales fueron cubiertas por la gloria. El parte oficial de todos los activos, arrojó números negros. El telégrafo, el gran invento, resultó indispensable para la comunicación entre el frente de batalla y “el preciso”. El triunfo del ejército de Oriente, reembolsó la confianza a los liberales.

            El nueve de mayo, nuestro general en mando, completamente desconcertado prorrumpe: —¡carajo!... me dan ganas de incendiar Puebla y colgar a todos estos pinches conservadores traidores. No era para menos, la desorientada sociedad, lo que quería era escuchar las notas de la marsellesa (qué ironía de los pueblos).
Más temprano que tarde, del otro lado del Atlántico, en las Tullerías, Napoleón III, con paso tranco y las manos atrás, dicta mensaje al conde Lorencez: “Vous etes viré, votre remplacant est FF”. Traducido: “vete a la chingada y dale el mando a Federico Forey, ya no sirves para nada” (¿me estás oyendo inútil?). Para el día dieciocho, “el tigre de Tacubaya”, Leopardo Márquez, jugando de contrario, vence a los nacionales y para junio don Pablo González Ortega, sale por piernas del Cerro del Borrego.
            A los ocho meses de aplicado, Don Federico Forey hace su entrada triunfal a la ciudad capital; de manera sarcástica exterioriza: —“¿quién dice que no se puede?”. Al instante, Nepomuceno Almonte y sus partidarios, mendingan el arrimo y el derecho de lamer las botas al incontenible invasor.
            Todos los miembros de las Juntas de Gobierno, la Segunda Regencia y las Juntas de Notables, con los bigotes atusados, pensaban en la posibilidad del arribo de un noble príncipe barba partida, alto, mano de hierro, para que viniera a poner en orden a la bola de aborígenes insurrectos. Por mientras, nuestro Juárez con el archivo de la Nación bajo el brazo, saltaba todos los obstáculos, en el ineludible traslado de poderes al PASO DEL NORTE; con esos amiguitos, para qué quería enemigos.
            Año de 1864. La suerte de la Nación estaba echada. Los conservadores derramaron elogios y vítores al Napoleón III, aclamándolo como un verdadero  “libertador de México”.
            La Suprema Corte de la Nación y Juárez seguían resolviendo en Paso del Norte.
            El 14 de abril, el SMS Novara, se aleja de Trieste y surca las turbulentas aguas del Adriático. A bordo, El Archiduque Max, el yerno consentido de Leopoldo, evoca sus dos noticias: La buena (le dijo el calculador de su hermano Francisco José I de Austria): “—tienes una silla imperial en América, espero que la disfrutes”; la mala: “—atiende al fedatario para que repudies la herencia de mamá porque NO CREO QUE REGRESES, porfa, no te vayas sin firmar”, le advirtió.
            El velludo güero, ya en cubierta, recordó cuando dirigía la flota imperial y no olvidaba las disconformidades de su carnal, sobre todo el día que le prohibió que implementara los preceptos liberales y soberanos en el virreinato Lombardo-véneto. Le caló que llegara un miliciano más picudón a reemplazarlo.
            Al alejarse de MIRAMAR, Max dobló la hoja y ocultó sus reminiscencias; lo escoltaba la “Themis” y el “Fantaisie”; su deseo es alcanzar Roma para santiguarse ante Pío Nono y comprometer el urgido diezmo, producto de la explotación de la riqueza de su nuevo imperio.
28 de mayo. El capitán del Novara avizora Veracruz; Max se prepara para recibir suntuosa recepción. ¡Oh sorpresa!, NINGÚN JAROCHO EN EL MUELLE; los ejecutores de la logística de la recepción no tenían ni los paraguas, ni las tortas, ni los refrescos; sus descarados y avariciosos jefes se clavaron el billete y únicamente habilitaron el transporte (que todavía lo deben) para alejar a la pareja imperial de los estragos que hacía la fiebre amarilla en el puerto. Sólo Veracruz es bello ¡qué chingaos..!
Amigos, esta jarochada continuará. Hasta la próxima, pero antes recordemos a Sun Tzú con una de sus excelentes frases: “Triunfan aquellos que saben cuándo luchar y cuándo no”.
¡Ánimo ingao…!

Con el respeto de siempre Julio contreras Díaz

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