lunes, 24 de julio de 2017

DESDE EL AULA

A pocos y poco gusta el orden. Esta es la realidad hasta dramática. Es más, existe cierta tendencia “natural” hacia el desorden. Bertrand Russell lo ilustra magistralmente en su obra bibliográfica “La perspectiva científica” con el siguiente ejemplo: supongamos que en un habitación dejamos todo perfectamente dispuesto en orden y pulcritud, cerramos herméticamente puertas y ventanas y luego de muchos años se abren, y nos percatamos con sorpresa que el orden se ha alterado quién sabe por qué fuerzas, al igual que lo que dejamos limpio, no sería nada extraño, lo encontremos polvoriento y sucio. El ejemplo se completa describiendo lo opuesto: si dejamos la misma habitación deliberadamente en desorden y sucia, podrán pasar mil años, pero nunca las cosas por sí solas se pondrán en un estado de orden y limpieza. Luego entonces, el orden se constituye en un acto de voluntad y por lo mismo de libertad; como no siempre libremente decidimos conducimos de manera ordenada, entonces socialmente se generan medios con los cuales se pretende inducir al individuo a conducirse conforme a un orden ético-legal.


Cuando esos medios resultan ineficaces para lograr su cometido, las sociedades entran en decadencia, surgen los problemas cual maldiciones apocalípticas encontrando un mismo origen: el desprecio por la cultura de la legalidad y los valores universales. Vea usted si no: cualquier acto de corrupción, violación de derechos humanos, excesos en los gastos de campañas electorales, ejercer sin autorización el comercio en la vía pública, seguir circulando cuando el semáforo está en rojo, agotar el tiempo de jornada simulando trabajar, abusar de un puesto público para contratar a parientes y amigos sin el perfil adecuado, ejercer violencia hacia el interior de la familia, arrojar basura en la calle, pedir y otorgar favores obviando principios normativos, fraccionar devastando el medio ambiento, auto denigrarse con adicciones, etc., todos estos comportamientos implican desapego a la legalidad y olvido de los valores éticos y no habrá ley ni creencia, ni política que pueda con ese caos. El remedio está en cada uno de nosotros; en el empeño que cada día pongamos para conducirnos conforme a un orden, de tal suerte que vayamos sumándonos a una gran cruzada cívica que promueva la cultura de la legalidad desde la calle, la oficina, el surco, la cátedra, el púlpito, el seno familiar y fundamentalmente desde el gobierno.

Pudiera parecer perogrullada el recordar uno de los fundamentos de nuestro sistema jurídico: “A los ciudadanos les está permitido todo lo que la ley no les prohíbe de manera expresa; mientras que a la autoridad solo le está permitido lo que la ley les autoriza de manera expresa”.

Todos tenemos la obligación de ceñir nuestros actos al imperio de la ley. El gobierno debiera ser ejemplo permanente.


Por cierto, y hablando de legalidad, diputados, secretarios de despacho, el mismo fiscal general del estado, se apresuraron a manifestar que se cumpliría la Ley de Protección a los Animales, por lo que bajo ninguna circunstancia se permitiría realizar la “xiqueñada”, pero ahora el uno dijo que sí. ¿Cómo quedan? Pero, ¿y la ley? Lo cierto es que con tantas restricciones se desnaturaliza esa “fiesta”. Mucho dedo y más atole, ¿no le parece?

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