lunes, 2 de septiembre de 2019

Cerca del Cielo. Por: José Ramon Flores.



La cara siniestra de la montaña.


“Ramón, ¿ya le pediste permiso a la montaña para subir? Tienes que hacerlo, porque si no lo haces, te puede hacer algo, es un ritual de respeto hacia ella”. Estábamos en el Iglú del Pico de Orizaba. Era de madrugada, y quien me dijo esto, fue un alpinista muy famoso, jamás supe su nombre, solo que le dicen “El pulques”.

Jamás y nunca había pasado por mi mente que a las montañas había que pedirles permiso para escalarlas. En mi delirante imaginación, pensé entonces que muchos accidentes se pudieron haber evitado si no se hubiera pasado por alto esta ceremonia. Muchos hasta se debieron haber reído. En lo particular, soy muy supersticioso, hasta el extremo, y no dudé en enviarle un mensaje al volcán, pidiéndole su aval para poder subir a su cono. Recuerdo que casi siempre -no puedo negarlo-, subí con mucho miedo; dicen los que saben, que el miedo es un recurso para sobrevivir, que lo hace a uno actuar con prudencia. No sé la verdad, pero sí recuerdo que al subir, no con miedo, algunas veces aterrorizado, se actúa con mucho cuidado. La situación fue que, en aquella ocasión, subí con más seguridad.

Estar en un glaciar, es una experiencia fuera de serie, uno ve el volcán Pico de Orizaba, en fotos o en poster, y se aprecia hasta cierto punto diminuto. La perspectiva es muy engañosa. Sin embargo, estando ya en las entrañas del monstruo, la situación, se convierte en algo que sacude la mente. Estando en la montaña, en su verticalidad, con hielo y nieve cristalizada, donde basta un resbalón, el mínimo, para que se salga volando a una velocidad letal. Es de verdad increíble, la velocidad que alcanza el cuerpo de un montañista, a escasos metros de comenzar a deslizarse. Es algo brutal, fui testigo alguna vez de la caída de una montañista en el Pico. Fue un error de cálculo, debido quizás al agotamiento, ya casi oscurecía, creímos que era el principio del glaciar. Nos quitamos los crampones. Sin embargo, al bordear una piedra de tamaño descomunal, vimos que aun restaban algunos metros de hielo y nieve. Decidimos recorrerlos sin crampones.

Una autentica negligencia, descendíamos lentamente y con mucho temor, por delante iba el guía Andrés Delgado. Todo ocurrió en segundos, se escuchó un zumbido del resbalón de la joven. Quedo sentada, y salió como en tobogán. Iba con los pies por delante, pero de repente su posición, comenzó a variar, ya iba de cabeza sobre una piedra, por la velocidad, seguramente se hubiera matado, ya que el impacto iba a ser brutal. El guía reaccionó con mucho valor y temeridad, se tiró al suelo, como portero de futbol, la cabeza de la muchacha, se le incrustó en su estómago, sacándole el aire. Gracias a esta audaz maniobra, todo quedó en un gran susto. No podía creer que cuando habíamos dado por concluido el ascenso, estaba sucediendo esto. Me quedó muy claro que en la montaña -como en la vida misma- nunca hay que dar por sentado nada. Hay que estar consciente de que en el montañismo -creo que es el único deporte- donde la meta que es la cumbre, es apenas la mitad del camino, hay que regresar todavía. Realizar el mismo recorrido.

Muchas veces el montañista se relaja, de tal manera, que suceden los accidentes, cuando apenas se comienza a disfrutar de las mieles del triunfo, sucede lo inesperado, se rompe el hielo y se muestra temible, con sus fauces heladas una grieta, que devora lo que encuentra sobre ella. El calentamiento solar es un factor siniestro, que opera sigilosamente, sobre el glaciar, derritiendo la nieve durante el día, convirtiéndolo en una placa metálica, lo que al principio era nieve suave y abundante, donde se incrustan con comodidad los crampones y el piolet.

La verdad al ir bajando sobre una placa dura y resbalosa, la alegría de cumbre se convierte en una pesadilla infernal. Hasta los profesionales llegan a experimentar miedo y tensión, ante semejantes condiciones. No existe enemigo pequeño en las montañas. Supe hace algunos años de la muerte de un alpinista, al resbalar y caer sobre el glaciar de Jamapa. Había subido el Everest meses antes de su visita mortal al Pico de Orizaba. Recuerdo que alguna vez quedé atorado, paralizado por el miedo, en lo alto de la cara norte. No podía realizar ningún movimiento, estuve a nada de ponerme a llorar, de miedo e impotencia. Recuerdo que imploraba la presencia de mi madre, que me fuera a salvar. La montaña muestra su cara siniestra.

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