Los
índices de criminalidad que se observan en la actualidad dan cuenta de un grave
deterioro del tejido social. La saña con que se comenten muchos crímenes,
hablan de un preocupante desprecio por la dignidad humana. Queda abierta la
interrogante de qué hicimos mal o qué dejamos de hacer para llegar a estos
niveles de descomposición que anulan el derecho a una vida en tranquilidad.
En
este sintomático fenómeno, con conatos ya de descontrol, tiene que ver sin
duda, un modelo educativo rebasado, la disfuncionalidad de la institución de la
familia y el terrible y paradójico aislamiento a que conducen las tecnologías
de la información, aunque lo que más impacta de manera dramática es el descuido
inadmisible de nuestros niños y jóvenes.
El
12 de junio está instituido como “Día Mundial Contra el Trabajo Infantil”;
según cifras oficiales en México hay 2.5 millones de niños que trabajan, sin
contar los que en la informalidad crecen en la calle en estado de
vulnerabilidad, es la misma cantidad de niños que se ven afectados de manera
irreversible en su desarrollo físico y psico-social y que en muy poco tiempo se
convertirán en jóvenes con traumas y resentimientos por la falta de
oportunidades, posiblemente reproduciendo los patrones conductuales de los que
hoy nos dolemos.
Nuestros
jóvenes están expuestos a muchos peligros; viven en la perspectiva de un futuro
incierto y, en general, aun los que tienen la fortuna de acceder a los ámbitos
universitarios, luego de muchas penurias se enfrentan a la frustrante realidad
de la falta de empleos, de la exclusión, la indiferencia y el olvido; en
contraste, los atajos se ofrecen atractivos… seductores.
No
es con retórica arrogante como se frenará la rampante criminalidad, tampoco con
alardes y altos presupuestos en materia de seguridad; urge coordinación en los
tres niveles de gobierno para el diseño y aplicación de políticas públicas en
favor de los niños y jóvenes.
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