Quizá por la simplicidad de la sentencia o porque a lo largo de los años he podido corroborarlo, vigentes permanecen en mi memoria las palabras que hace algún tiempo me dijera uno de mis tíos: “La mejor evidencia de que no estás preparado para el ejercicio de un cargo es cuando se te sube”. Hoy alcanzo a entender que puedes alcanzar un propósito a través del estudio, del trabajo, del esfuerzo diario, pero también lo puedes alcanzar mediante la adulación, el engaño, la tranza, escalando sobre la espalda de los demás. Lo primero es seguro y te da satisfacción, lo segundo es engañosos y normalmente se te revierte.
Identificarlos es bien sencillo, pues cada quien se manifiesta como tal; el que llega luego de un proceso de maduración bajo el crisol del esfuerzo y del tesón no altera sus patrones de conducta, es humilde, comprensivo y tolerante, sabe de la temporalidad de los cargos, es discreto, nunca habla de más, no promete ni compromete lo que está fuera de su alcance o del ámbito de su competencia, nunca está dispuesto a todo, sabe que hay momentos en la vida en que por lo menos uno debe tener dignidad y por supuesto, no comparte la idea de que para hacerse de confianza hay que tener grados de complicidad. El que llega por circunstancias que difícilmente se vuelven a dar, por casualidad o accidente, se transforma, actúa como si el cargo fuera vitalicio y se cree poseedor de grandes méritos, ostenta y habla y habla de que la historia puede dividirse en dos grandes episodios, el antes y el después de su llegada; la intriga y la adulación suelen ser sus herramientas, maestros en el arte de la simulación y dispuestos a todo, hacia arriba zalameros, hacia abajo altaneros, auténticos parlanchines, su incontinencia verbal los lleva al dislate de la promesa vana, lejos se encuentran del valor de la discreción.
Para todos, vale conducirse con mesura. Una dosis de ambición que motiva y acelera debe compensarse con otra de prudencia que meta freno y reflexione. Las caídas duelen, solo con un poco de humildad podemos acercarnos al conocimiento de nuestras propias limitaciones.
El poder de la palabra es mucho, con ella podemos engañar, seducir, convencer, confundir, animar, también lastimar; normalmente hablamos y en el mejor de los casos, luego pensamos, el proceso debiera ser a la inversa. Si nos cuidamos de hablar de lo que no sabemos o no nos consta, mucho nos ayudaría, pero sobre todo evitaríamos ser injustos. Hay quien dice que podemos arrepentirnos de haber dicho algo, pero no de haber guardado silencio, aunque es muy relativo, no deja de tener algún valor, pues la palabra suelta ya no es posible detenerla, un comentario irresponsable o doloso puede lastimar la honra de una persona honesta, puede causar un daño irreversible.
Termino parafraseando a Luis Spota: ‘El poder marea a los inteligentes y llena de soberbia a los charlatanes” Y aclaro, por supuesto, la cita no es textual. Cuando el mareo y la soberbia provienen de un poder del que se carece, se está frente a un caso verdaderamente patético.
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