El regreso anhelado
Esta pandemia ha puesto al mundo prácticamente de rodillas. Es increíble que algo microscópico haya conseguido lo que ni el dinero ni las armas pueden lograr. Cómo anhelamos actualmente cosas tan rutinarias como la libertad. La libertad de poder salir a la calle, de poder tomar un café, de ejercitarse. Que, a fuerza de ser cotidianas, perdieron su valor. Cuando todo esto disfrutábamos, nos atrevíamos -yo era uno de ellos- a declararnos aburridos de la vida.
La primera vez que salí a una montaña fue al Cofre de Perote. La noche previa a la partida desde Coatepec todo era alegría y emoción; no teníamos idea de lo que nos esperaba al día siguiente. Creo que la vida en general, siempre se conduce con la misma lógica: pensamos que tenemos el control de todo, pero en la práctica nos encontramos con que es mucho más fácil, o todo lo contrario. Ahí está la moraleja “El parto de los montes”. La incertidumbre y el miedo a veces nos paralizan y no nos atrevemos a girar el picaporte de la puerta para poder ver qué hay del otro lado.
Al caminar cargábamos con cosas innecesarias como una guitarra, comida para preparar, como sopa, frijol, una muestra de total ignorancia, y así es también como se aprende en la vida. Cuando comenzó el verdadero trabajo de montaña, del esfuerzo sostenido hasta donde nuestro naciente líder de expedición, Adrián Montero, había dispuesto, tomando como referencia colores de árboles o cerros sin vegetación. También impuso la disciplina, donde solo había que caminar, sin perder el tiempo platicando, y una hora para comer.
Cuando se vive el tormento del esfuerzo físico y mental, desaparece en automático el romanticismo de verse en la cumbre de una montaña, sintiéndose el protagonista de una película. Tenía mucha hambre y cómo anhelé el pan con leche condensada que mi padre siempre le ofrecía a nuestro perro, cuando se encontraba cenando. El Cofre, por más que me esforzaba por sentir que nos acercábamos a su enorme piedra, siempre lo veía a la misma distancia.
La hora de comer llegó. Pan Bimbo con mayonesa y jamón, un auténtico banquete, fuera de toda proporción. Sin embargo, también anhelaba el regreso, el retorno a la “normalidad”. A la zona de comodidad diaria, a lo que estaba acostumbrado. Pero también había cierto remordimiento por ser tan débil, por ser tan proclive al abandono, a dar marcha atrás a las primeras de cambio. No dejaba de quejarme, porque cada vez que lográbamos llegar al final de una subida, esperando encontrar terreno horizontal, solo era una diminuta distancia, y comenzaba otra subida.
Siempre pensando que la montaña conspiraba en mi contra. La montaña -claro que hay que entrenar- estando ahí, jamás te va exigir lo que no puedas. En apariencia, estando en una parte expuesta, con riesgo de caer a una muerte irremediable, cuando parece el final, es solo el principio de algo grande de algo que jamás se podrá olvidar, por ejemplo, tener la seguridad de que si se quiere se puede.
El regreso a la normalidad deberá ser con un nuevo conocimiento; esta deberá ser la exigencia. También recuerdo que cuando estaba en lo alto, sintiéndome también arriba de mis miedos y miserias, recuerdo que el miedo a morir, a no poder regresar, me hacía el más humilde de los mortales. Pedía perdón por todos mis pecados.
Dispuesto a ser otro, a renovarme, sin embargo, estando en el asfalto, paulatinamente volvía a ser el mismo, egoísta -según yo- juez de mis semejantes, sin considerar la lucha interna que sostienen. Todo se me volvía a olvidar. Ojalá y en esta ocasión en esta experiencia tan terrible, que es compartida con la mayor parte de la humanidad, consiga este cambio tan anhelado y necesario.
Quiero felicitar a mi hijo Carlos Ramon Flores Vega, por su cumpleaños que fue el 26 de mayo, saludar también a mi hija Mariana Flores Vega, a mis nietos Santiago y Mateo Báez Flores, y a todas las mamás aunque sea extemporáneamente.
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