martes, 9 de abril de 2019

DESDE EL AULA - Por: Prof. Julio Hernández Ramírez


Ahora que me acuerdo mirando a través del espejo de la retrospección, liberado del arrobo y del embeleso, inmerso en una realidad fatalmente actual que preocupa, angustia, lastima y ofende, me doy cuenta, reconozco y siento el velo del rubor y la pena.

Era… es, el mismo discurso, previsible, lineal, doloso y machacón, que tras una monótona y reiterada repetición vence las resistencias y taladra las conciencias al igual que una gota de agua intermitente horada la roca. Un discurso que genera odios, que promueve un maniqueísmo que anula cualquier esfuerzo de unidad; un discurso que manifiesta un profundo desprecio por la inteligencia, por el pensamiento crítico y que considera adversario al que se atreve a pensar diferente.

Lo escuché… lo escucho, muchas veces, siempre igual ante audiencias diferentes. Desde los albores de mi vida laboral en el noble ejercicio de la docencia y en mi experiencia desde la trinchera sindical, luego en las corrientes más retrógradas de la ideología partidista, ahora en la absurda pretensión de amarrarse al pasado, de aislarse, de mirar siempre atrás sin afrontar los retos de hoy con una visión de futuro.

Era… es… un discurso que se erige sobre dos premisas, dos falacias: la honestidad y la lealtad. Una honestidad que se pregonaba, que se pregona, con el fervor de una plegaria, pero que no resiste el contraste con los hechos. Una lealtad que se entiende y se acepta solo en el sojuzgamiento, en la sumisión, en plegar mi yo y mi voluntad a la otra, a la que reclama, exige y reprime. Una lealtad en que para ser, se tiene que renunciar al pensamiento propio, porque si piensas eres subversivo y si opinas, eres adversario.

Honestidad y lealtad en concepciones distorsionadas, pervertidas, confundidas en un discurso que se pronuncia con arrebatos de cólera, con formas estudiadas en un histrionismo que degrada pero que muchas veces logra su cometido: anular las resistencias y la libertad de pensar y de actuar.

Ahora que recuerdo, pienso, en la historia que amerita ser revisada sin la obsesión por lo ido y por lo que no tiene remedio, y sí con la humildad de reconocerse en ella y recuperar aprendizajes; en el porvenir que depende del hoy, en la responsabilidad de provocar un mañana mejor, en la importancia de la palabra oportuna, en lo imprescindible de acompañarla con el actuar, en la urgencia de repensar el discurso, soportado sobre los mismos fundamentos, pero bajo conceptos con diferentes contenidos que exigen comportamientos distintos.

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