martes, 28 de mayo de 2019

EXPRESSO CORTADO - Por Gilberto Medina Casillas


MIS LIBROS (segunda parte)


El número cinco fue fácil de elegir, Los tres mosqueteros, de Alejandro Dumas (Aunque sus más de ochocientas páginas debo reconocer que me asustaron.) De pilón me llevé un sexto libro, por una curiosidad que seguramente mezclaba mis percepciones sobre Roma y el cristianismo, escogí Ben Hur, de Lewis Wallace.

Al terminar Los tres mosqueteros supe que le seguía Veinte años después, que leí con voracidad. Terminando Robin Hood me enteré de Ivanhoe, de Walter Scott, que me encantó. Luego, por un proceso inverso, cronológicamente hablando, di con el libro más encantador de esta etapa de mi vida: Amadís de Gaula, de Joan Martorell.

Y ya, a partir de estos primeros libros, se abrió el torrente: el Quijote de Cervantes y el de Avellaneda, divertidísimos libros, la poesía de Rubén Darío, de Pablo Neruda, de Octavio Paz, de José Juan Tablada, de Juan de Dios Peza, de Salvador Díaz Mirón, de Yeats, de Whitman, de Nervo, de Miguel Hernández, de Juan Ramón Jiménez, de Gustavo Adolfo Becquer, de Pushkin, de Maiakovski.

Luego llegaron en montón escritores mexicanos: Carlos Fuentes, Mariano Azuela, Martín Luis Guzmán, Juan Rulfo, Tomás Mojarro, Agustín Yáñez, Gustavo Sáinz, Juan Tovar, José Agustín, Luis Zapata, Armando Ramírez, Carlos Monsiváis, Luis Guillermo Piazza, Luis Spota, María Luisa Fernández, José de la Colina, Rodolfo Usigli, Emilio Carballido.

Ya para entonces la avalancha de libros y cada uno con peculiares placeres, era avasallante. Llevando el estandarte Edgar Allan Poe, trajo consigo a Robert Bloch, a H.P. Lovecraft, a Le Fanu, a Villiers de L’isle-Adam. Guillaume Apollinaire, abriendo un potente chorro, trajo consigo a Mallarmé, a Baudelaire, a Rimbaud, a Éluard. Llegó Alfred Jarry, llegó Samuel Beckett, llegó Eugene Ionesco, llegaron Artaud, André Breton y su exquisita palomilla, Adolfo Bioy Cáceres, Jorge Luis Borges, Victoria Ocampo, Gabriela Mistral, nuestra Rosario Castellanos, de repente cayó justo encima de mi cabeza Leopoldo Lugones, luego me llamó tocándome el hombro León Bloy, quien me presentó a Maurice Rollinant, a D’Auverly, con ellos me sumergí en el París del ajenjo, el hachís y el opio. Una tarde llegó al Chat Noir, Monsieur la Putanne, (Jean Lorrain) todavía bajo los efectos del éter.

Con mi admirado Robert Louis Stevenson, recorrí los siete mares, aprendí los términos marineros y supe que existen los vientos terráqueos. Con H. Rider Haggard, acompañé a Allan Quatermain por las espesuras de la selva y las profundidades de increíbles ciudades subterráneas, construidas en eras pasadas. Le oí decir: ‘Cuando llegamos a la aldea comimos y dormimos cuanto pudimos, no sabíamos cuándo lo volveríamos a hacer’.

Fedor Dostoievski me mostró los matices del alma humana. Homero me llevó por caminos de epopeya, conocí a los dioses y sus veleidades. Me partí el queso del lado de Aquiles y con porras ayudé a Ulises a salir de la isla donde la seductora Circe le tenía prisionero. Esquilo, Sófocles y Eurípides, me hicieron conocer el límite de los límites de la miseria humana. Finley y Reyes, me ampliaron la comprensión del mundo griego clásico.

Malraux me enseñó que la vida es dura. Sartre que la suerte está echada. Vargas Llosa que existe el Perú. Y Michel Foucault me mostró cómo se hace un análisis socio-histórico a la medida del problema, tomado de un amplio catálogo de las vicisitudes humanas.  Mi maestro de historia, Eric Hobsbawn me llevó de la mano por las transformaciones económicas y sociales de la sociedad mundial. Y mi gurú, mi entrañable Arnold Hauser, me arrastró por las edades mostrándome cómo florecieron y se marchitaron, la literatura y el arte. Johan Huizinga, me paseó por la edad media y el renacimiento, para sentar en mí, un legítimo, apasionado y grandemente disfrutable gusto por la historia, vista desde otro ángulo. Y mi maestro José Gaos, quien se aventó la monumental historia del pensamiento humano, me gratificó grandemente. Bronowski (el ascenso del hombre) y su seguidor, Carl Sagan, (los dragones de edén) me mostraron una muy muy amplia forma de entender al ser humano en su entorno cósmico y planetario, ¡Guau!, a mil por hora.

Muchísimos otros escritores y geniales escritoras llegaron a mi vida, a ellos loor y guirnaldas.

El disfrute que me deparan, por ejemplo, las primeras cien páginas de la novela de Doris Lessing, La cosa más dulce, me complace tanto, que este año las leí de nuevo.
Cada vez que leo la obra de Rostand, ‘Cyrano de Bergerac’, lloro. Con Regina, de Antonio Velasco Piña, desde la mitad del libro, no paré de llorar.
(Pausa)

Mis libros. Los libros que hube recolectado, como en una constante peregrinación a Viricuta, de más de cuarenta años, toda vez que tenerlos me permitió disfrutar leerlos, han florecido en esta planta imaginativa y serena, que es el amor a la lectura.  
Al cabo, los libros son instrumentos preciosos, mediante los cuales, los seres humanos nos tocamos el alma.

Y al final, lo que queda a cada quien, es el sello que la lectura de un libro le ha dejado impreso, en la mente activa y en la memoria.

Gilberto Medina Casillas

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