Puede ser lunes, jueves, incluso domingo, el día no importa, tampoco el rumbo que se elija para perderse entre veredas y atajos para quedar en éxtasis ante la maravilla de los espectáculos que el campo, es decir la naturaleza, te ofrece en entrada libre.
En un desagradable exabrupto, los trinos, el eco que en la cañada replica la monótona voz de un hombre que a lo lejos canta, el discreto murmullo del viento que se cuela entre las hojas y mese el nido de la calandria, cede ante el siniestro ruido de la motosierra… luego, el estruendo, la caída estrepitosa, el gigante derribado mide el suelo, junto a él, el verdugo, que emite un grito absurdo como poseído invadido por una alegría inconsciente, como si hubiese cometido una hazaña y no un atentado a los que debiera ser una prioridad en nuestro cuidado: el medio ambiente.
Las lluvias por fin llegaron y con ellas el periodo de siembra y de resiembra. La dicha se refleja en el rostro ajado y curtido del labriego que sale con el alma. El chicale y el morral del bastimento penden de su hombro izquierdo mientras en la mano derecha lleva lista su herramienta. Luego, el ritual de inicio; se quita el sombrero, inclina levemente la cabeza, se santigua, entre labios musita una oración leve y comienza su ruda, pero noble actividad.
Diestro suelta su peso una y otra vez sobre la pala recta que se pierde en la tierra húmeda, obsecuente y generosa, de pronto un ruido diferente y algo que detiene el filo del metal, remueve y ahí está, una botella de plástico, un vaso de unicel o una bolsa que parecen desafiar el tiempo, intactas sin degradación, terrible, tristemente contaminantes.
Eran otros tiempos, tiempos de bonanza. Las prácticas de cultivo también eran otras, una cultura diferente. Las pródigas fincas de café se limpiaban con azadón dos o tres veces al año, daba para eso y más. Con esmero se limpiaban tinas y robaderos, en las orillas del surco quedaba como patio y en las melgas el chapeo. Hoy eso es nostalgia, historias para contar, la práctica de aplicar productos químicos llegó y se quedó, basta una rociada de potente herbicida para acabar con todo, de manera indiscriminada y por supuesto, con la consecuente erosión, grave contaminación que a nadie parece importarle.
Celebrar el día mundial del medio ambiente, todos los días debieran serlo, solo tiene sentido si contribuya a formar conciencia sobre la necesidad urgente de implementar políticas y prácticas de conservación o protección al entorno físico.
Porque lo digo yo.-
Vamos bien, porque lo digo yo. Ese parece ser el mensaje de todos los días. La terca realidad, implacable como es, desmiente con sádica ironía. Todo pudiera ser divertido si no fuera por el rumbo de riesgo en el que se conduce. Instituciones de enorme prestigio nacional e internacional, despreciadas tan solo porque con estricto rigor técnico y amplia solvencia profesional exponen conclusiones discordantes con esa retórica, con ese discurso triunfalista que se reduce en un simplismo: “vamos bien… porque lo digo yo “.
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