DESDE
LA FINCA
Fiel amigo y compañero.- Caminando
por las melgas y jalando al orejón, el viejo campesino curtido por el tiempo y
el trabajo, pareciera que a su burro le tiene más aprecio que a los demás
jornaleros que hacen todo lo posible por no hacer nada y se la pasan de chisme
en chisme. El lento jumento parece entender la parsimonia del sabio labrador,
cuando en voz alta menciona, como diciéndoselo a su compañero:
“Qué calorones,
es natural porque es canícula y ha llovido mucho” Los burros, desde siempre,
han sido compañeros inseparables del campesino, además de ser activos
importantes para el pesado trabajo del campo, especialmente del cafetal. El asno, ensillado con un viejo fuste de
madera, carga lonas y tenates que de regreso llevarán algunas frutas y algunas
hierbas que se consumen de manera cotidiana. También cargará un rollo de zacate
que complementa su dieta diaria. “Te tengo que llevar a herrar, ya te hacen
falta herraduras”. Los herreros en un tiempo fueron artesanos importantes
cuando había muchos caballos. Actualmente es un oficio que casi ha
desaparecido. Los viejos herreros fabricaban a golpe de marro, las herraduras
que les daban “agarre” a las recuas que sacaban de la barranca, café, mango y
naranjas. “Eran otros tiempos”. Cuando iba a empezar la cosecha, acudían a los
herreros para que arreglaran los cascos y pusieran herraduras. Hombres fuertes
que manejaban con facilidad a las bestias más cerreras. El viejo sabio recuerda
cuando de niño, su padre lo llevaba a que herraran al burro. Recuerda la fragua
donde con carbón al rojo vivo se ablandaba el acero que daría forma a la
herradura. Le parece escuchar el golpe del metal que con un pesado martillo
golpeaba el fierro candente sobre un yunque para dar la forma exacta de la
herradura al tamaño del casco. Ya frías, las herraduras eran puestas en las
patas del jumento con clavos que nunca lo lastimaban. Sosteniendo esos clavos
especiales en la boca, el herrero se colocaba la extremidad del jamelgo entre
sus piernas y con cuidado fijaba las herraduras al tosco casco, de tal manera
que quedaban firmemente sujetadas. Hasta que el tiempo y el trabajo las
gastaban y había que repetir la rutina. “Actualmente ya no hay herreros”.
Oficios que se han ido perdiendo porque dejan de ser necesarios. La tecnología
extingue trabajos. Como comentándolo con el asno de mirada triste y de
pensamiento nulo, expresa: “Tú eres más obediente que los choferes del
transporte público que no entienden que no deben hablar por celular mientras
manejan. Tú con un fuetazo haces lo que se te dice. Pero aquellos, hasta se
molestan si la gente les reclama. Es más hasta amenazan de muerte a
periodistas.
Caminando
lentamente por los caminos y veredas, ambos amigos disfrutan del paisaje y de
la sombra. “Hay muchas moscas” le comenta a platero cuando mete en un tenate un
rollo de chochontes. Esas frutitas que dan los arboles de guaje y que tienen un
fuerte sabor y olor. También empaca un rollo de matlalin para las gallinas. El
retorno a casa se ilumina con un atardecer rojizo propio del estío. El monólogo
con su bruto compañero solo queda en el recuerdo. Hombre y bestia asumen su
rutina como parte de ser. Un binomio misterioso que si se entendiera, nos daría
permanentes lecciones de vida…
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