EDITORIAL
En
el marco del arranque del ciclo escolar 2017 – 2018, el Presidente Enrique Peña
Nieto, afirma que “quienes no quieren la Reforma Educativa, no quieren a
México”. Tal aseveración resulta cierta si y solo si, la mencionada reforma es
garante del incremento en la calidad de la educación. No son pocos los que
albergan serias dudas de que así sea.
Es
cierto, nadie en su sano juicio puede manifestarse en contra de cualquier
acción que conlleve el alto propósito de elevar la calidad de los servicios
educativos, sobre todo porque queda meridianamente claro que los grandes
problemas que hoy flagelan al país, solo podrán ser superado a través de la
educación, bien lo decía don Carlos Monsiváis: “El problema de la (in)
seguridad es un problema de educación a largo plazo”. No es casual que los
países que han logrado desarrollar sistemas educativos exitosos, son los mismos
que presentan mayores índices de desarrollo y bienestar para su población.
Luego,
en mejorar los procesos educativos, todos estamos de acuerdo; el problema
radica en que por más esfuerzos que se hagan en mirar con ojos de benevolencia a
la Reforma Educativa implementada por el Presidente Peña Nieto, no se alcanzan
a distinguir sus bondades, pues persisten necesidades apremiantes en las escuelas
y la conducción de las políticas públicas en la materia se siguen confiando a
la ocurrencia del amigo y no se deja a la responsabilidad de perfiles
profesionales e idóneos. Esta aberración se da en todos los niveles de
gobierno.
Si
bien en la realización del hecho educativo inciden diversos factores, el papel
del profesor resulta fundamental. Un maestro comprometido, con vocación y
actitud, puede marcar la diferencia, de ahí que el desvalorizarlo es por demás
absurdo, distraerlo de sus actividades sustantivas sometiéndolo a presiones
injustificadas, es un contrasentido, no obstante, es lo que está sucediendo con
la evaluación, cuyos criterios contradictorios y confusos llevan al profesor a
un estado de tensión que le impide concentrarse en su labor pedagógica, lo que
trae como nefasta consecuencia la imposibilidad de alcanzar el propósito de
mejorar la calidad de la educación.
El
maestro requiere que se le reconozca la importancia de su labor, que se le retribuya
en justicia y se le proporcionen los medios de formación continua. Los
atentados contra su estabilidad laboral y mantenerlo “ocupado” recabando datos
que en principio conforman la estadística que obra en poder de la Secretaría de
Educación Pública, es ofensivo.
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