miércoles, 6 de diciembre de 2017

DESDE EL AULA

Memorias dos.-

La memoria se remonta a la época de los sesenta del siglo pasado. Acaba febrero, se levantan las últimas pepenas, la cosecha de café se da por terminada en la parte baja del municipio que es donde vivimos. Mi madre, pero principalmente mis tías comentan que soy muy grosero; quizá por no saber qué hacer conmigo todo el día, mi madre gestiona de manera exitosa que me admitan de “oyente” en el primer grado de la primaria, así, me incorpora a un grupo ya integrado con todas las dificultades que ello implica. Empiezo a deletrear en una lección que me gustaba cuyo título era “ya llegó abril”, cuando llegaba al estribillo me iba de carretilla recitando lo que había aprendido de memoria: “ya llegó abril, ya llegó abril”. Total, aprendí a leer y de “oyente” me pasaron a segundo. Otros tiempos.


La noticia corre como chisme en pueblo chico: “Ha muerto el General Heriberto Jara Corona”. Las heroicas autoridades educativas emiten una orden ejecutiva: “Que en todas las escuelas del estado se hable de la vida y obra del General”. Luego de “emotivas” peroratas la maestra Irma S. G., mi maestra, como estrategia didáctica propone elaborar una “composición” sobre tan ilustre personaje. La mía le emociona y la presume ante los profesores de los grados superiores; desde entonces me manifiesta un cariño especial que más allá del ejercicio profesional, creo ahora, se acercaba a lo filial. Con ella conocí el jamón y la mayonesa. Todos los días me regalaba una torta que yo, acostumbrado a los frijoles, la salsa, el huevo revuelto y de vez en cuando un trocito de queso o de carne, salvo cuando se trataba de animal silvestre, conejo, toche, mapache y alguna vez, hasta tlacuache, comía sin muchas ganas ante la mirada atónita y envidia de mis compañeros.

Solía motivarme adelantando historias de un porvenir exitoso. Divertida me decía: “El Director de la escuela de Bella Esperanza, será un viejo chaparro, prieto y bigotón”, acertó en lo chaparro y prieto, en lo bigotón no. Sí me hice profesor, no fui director de la escuela de mi pueblo, pero sí de otras. A petición suya me amadrinó en la salida de sexto. Mi madre como siempre, se esmeró en arreglarme: un pantalón azul marino, una chazarilla blanca y unos choclos negros relucientes. A fuerza de brillantina, obligó que mi fleco quedara aplastado para un lado, logrando con ello solo hacerme ver más cachetón. El regalo de la madrina, una cadena reluciente con su respectiva medalla, la cual de emoción, perdí el mismo día, lo que me ganó un largo sermón de reproche.

Al fin, vacaciones que luego se convierten en rudas tareas de trabajo agrícola. En las noches veraniegas, con los amigos, largas pláticas llenas de fantasía sentados en el puente a la luz de la farola. Llegadas furtivas, regaños inevitables por llegar, según de madrugada, antes de dormir; junto al catre, descansaba también la herramienta del día, el calabazo lleno de agua de la llave y el sombrero. En el quicio de la puerta, “el piñón”, también con respiración agitada, duerme pendiente de que salga con el alba.

Han pasado muchos años, pero mantengo vivo el recuerdo que acompaño con cariño y gratitud para la maestra Irma S. G., donde quiera que esté, mi pensamiento la alcanza.

P. D. en la siguiente entrega, memorias tres

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