DESDE
EL AULA
Memorias dos.-
La
memoria se remonta a la época de los sesenta del siglo pasado. Acaba febrero,
se levantan las últimas pepenas, la cosecha de café se da por terminada en la
parte baja del municipio que es donde vivimos. Mi madre, pero principalmente
mis tías comentan que soy muy grosero; quizá por no saber qué hacer conmigo
todo el día, mi madre gestiona de manera exitosa que me admitan de “oyente” en
el primer grado de la primaria, así, me incorpora a un grupo ya integrado con
todas las dificultades que ello implica. Empiezo a deletrear en una lección que
me gustaba cuyo título era “ya llegó abril”, cuando llegaba al estribillo me
iba de carretilla recitando lo que había aprendido de memoria: “ya llegó abril,
ya llegó abril”. Total, aprendí a leer y de “oyente” me pasaron a segundo.
Otros tiempos.
La
noticia corre como chisme en pueblo chico: “Ha muerto el General Heriberto Jara
Corona”. Las heroicas autoridades educativas emiten una orden ejecutiva: “Que
en todas las escuelas del estado se hable de la vida y obra del General”. Luego
de “emotivas” peroratas la maestra Irma S. G., mi maestra, como estrategia
didáctica propone elaborar una “composición” sobre tan ilustre personaje. La
mía le emociona y la presume ante los profesores de los grados superiores;
desde entonces me manifiesta un cariño especial que más allá del ejercicio
profesional, creo ahora, se acercaba a lo filial. Con ella conocí el jamón y la
mayonesa. Todos los días me regalaba una torta que yo, acostumbrado a los
frijoles, la salsa, el huevo revuelto y de vez en cuando un trocito de queso o
de carne, salvo cuando se trataba de animal silvestre, conejo, toche, mapache y
alguna vez, hasta tlacuache, comía sin muchas ganas ante la mirada atónita y
envidia de mis compañeros.
Solía
motivarme adelantando historias de un porvenir exitoso. Divertida me decía: “El
Director de la escuela de Bella Esperanza, será un viejo chaparro, prieto y
bigotón”, acertó en lo chaparro y prieto, en lo bigotón no. Sí me hice
profesor, no fui director de la escuela de mi pueblo, pero sí de otras. A
petición suya me amadrinó en la salida de sexto. Mi madre como siempre, se
esmeró en arreglarme: un pantalón azul marino, una chazarilla blanca y unos
choclos negros relucientes. A fuerza de brillantina, obligó que mi fleco
quedara aplastado para un lado, logrando con ello solo hacerme ver más
cachetón. El regalo de la madrina, una cadena reluciente con su respectiva
medalla, la cual de emoción, perdí el mismo día, lo que me ganó un largo sermón
de reproche.
Al
fin, vacaciones que luego se convierten en rudas tareas de trabajo agrícola. En
las noches veraniegas, con los amigos, largas pláticas llenas de fantasía
sentados en el puente a la luz de la farola. Llegadas furtivas, regaños
inevitables por llegar, según de madrugada, antes de dormir; junto al catre,
descansaba también la herramienta del día, el calabazo lleno de agua de la
llave y el sombrero. En el quicio de la puerta, “el piñón”, también con
respiración agitada, duerme pendiente de que salga con el alba.
Han
pasado muchos años, pero mantengo vivo el recuerdo que acompaño con cariño y
gratitud para la maestra Irma S. G., donde quiera que esté, mi pensamiento la
alcanza.
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