lunes, 18 de junio de 2018

CON-CIENCIA - Un nobel mexicano - Por: Sergio Jimarez

“Nunca la sabiduría dice una cosa y la naturaleza otra.”
Juvenal

El impacto del hombre en la naturaleza es, sin duda, de lo más significativo. Tenemos la capacidad de alterar (para bien o para mal) cualquier entorno; especies animales y vegetales pueden ser beneficiados por la ayuda de las personas como los tratamientos veterinarios o el cuidado de las reservas ecológicas; tal vez lo más sano es que la humanidad no interviniera de alguna manera para que las demás especies pudieran vivir en armonía, sin embargo, cualquier acción humana, incluso, de manera involuntaria, dejará una huella en el medio. 

En la primera mitad del siglo XX la industria de la refrigeración se desarrollaba y crecía exponencialmente, la producción se modernizaba y los principales problemas tecnológicos se resolvían como fue el caso del uso de gases propelentes y refrigerantes que en esa época causaban miles de intoxicaciones y muertes. Fue necesario descubrir una sustancia que pudiera reemplazar a los dañinos; este hecho estuvo a manos del ingeniero Thomas Midgley, un científico industrial estadounidense que logró desarrollar los clorofluorocarbonos (CFC), básicamente son derivados de los hidrocarburos que se obtienen mediante la sustitución del hidrógeno por átomos de flúor o cloro. Estos nuevos gases resultaron inofensivos para las personas y su uso pudo ser generalizado. Thomas Midgley pensó que había hecho una contribución por el bien de la humanidad, sin embargo, los CFC ocasionaron un daño importante en la atmósfera: el agujero en la capa de ozono. 


La relación entre el daño de la capa de ozono y el uso de los clorofluorocarbonos pasó inadvertido durante muchos años, dejando que el problema creciera y que los CFC tuvieran mayor difusión. A principios de la década de los noventa se descubrió que los CFC tenían una vida media en la atmósfera de 50 a 200 años y que esta suspensión en el aire provocaba reacciones con el ozono, provocando su reducción y con esto, la protección contra los rayos UV provenientes del sol que ahora llegaban directamente a la tierra. 

El ingeniero mexicano Mario Molina junto con el estadounidense F. Sherwood Rowland y el holandés Paul Crutzen recibieron el premio Nobel en 1995 por su contribución en los estudios sobre los CFC y su relación con la reducción del ozono atmosférico. Esto permitió tomar medidas para reducir este impacto, principalmente la restricción de la fabricación y uso de los clorofluorocarbonos; hoy en día, y gracias a todas las medidas tomadas la recuperación de la capa de ozono es un hecho; principalmente, con el protocolo de Montreal de las Naciones Unidas, convenio con el cual varios países se comprometían a ir reduciendo paulatinamente la producción de los CFC. Aunque este protocolo se aplicó desde 1987, se anexó el problema de los CFC años después, cuando se pudo comprobar su relación con el daño en la capa de ozono. 

La huella del hombre en la naturaleza es la forma en que se muestra la responsabilidad que tenemos como seres racionales y que tenemos en nuestras manos la posibilidad de ayudar y mejorar el medio en que convivimos todos los seres. Muchas veces, esta huella es necesaria borrarla, hacer todo lo posible para que se plasme de manera simbólica y no como algo palpable y mucho menos si esto daña a la propia naturaleza. 

El reconocimiento al científico mexicano nos recuerda que aunque una aparente contribución favorable a la humanidad puede traer consigo daños colaterales; por eso es importante seguir nuestra intuición y ser muy observadores, atender nuestra curiosidad y sobre todo, tener la disposición por ayudar y mejorar las condiciones en que vivimos junto con las demás especies. 

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