Me fue compartida una reflexión, con textos, imágenes y sonido, cuya tesis principal es la afirmación que: la de los años cincuenta es una generación especial y en extinción, por los valores en que fue formada y los acontecimientos que, principalmente en su juventud, le tocó vivir; a veces como actor, otras como testigo. Se puede estar de acuerdo o no con la tesis expuesta, pero es innegable que quienes formamos parte de ella, crecimos en un entorno familiar y social muy distinto al de generaciones posteriores.
Dos hechos en apariencia triviales dan cuenta de ello: en el común de las familias se contaba con un televisor que los adolescentes no podían encender sin autorización previa. Para salir a la calle, fuera en la tarde o noche, era indispensable el permiso de los padres y la falta de respeto a la hora indicada para llegar a casa, significaba a más de la amonestación, la cancelación del permiso para el día siguiente. El grito que desde la puerta de la casa la madre nos profería urgiendo la llegada, nos hacía salir corriendo.
Los temas de nuestras charlas eran por demás inocuas. Historias fantásticas de espantos, de nahuales y fantasmas. Incipientes, a veces hasta imaginarias “experiencias amorosas”, tentaciones y temores, la misericordia de dios y el fin del mundo, las apariciones, los engaños del diablo, el judío errante. Llegando a tiempo, encontrábamos la casa con puertas y ventanas abiertas. Los temores eran realmente imaginarios.
En contraste, los temores actuales son reales y graves. Es común que las familias se reúnan por calle o cuadrante con el propósito de asistirse mutuamente ante una situación de riesgo por la inseguridad que mantiene en la zozobra a la población, frente a una autoridad que por indolencia o incapacidad parece no encontrar la forma de enfrentar al fenómeno de la violencia.
Ironías de la vida, en las reuniones de los exponentes de la generación que se invoca, permanecen temas de espectros que causan preocupación y temor, pero a diferencia de aquellos que ofuscaban nuestro ánimo adolescente y juvenil, los actuales son dramáticamente reales y perturbadores. Se suma a la inseguridad que galopa desbocada, el fantasma del autoritarismo. Hay mucho barrunto, señales inequívocas de su presencia disimulada tras el ornato de atuendos democráticos. La legitimidad que los ciudadanos decidieron otorgar no debe ser entendida como un instrumento para atropellar y violentar procedimientos legalmente establecidos.
Las voces que desde la óptica oficial rompen con la pretendida sinfonía por demás artificial, deben verse como un llamado a la reflexión, como una posibilidad de que se meta freno y se re direccionen temas para bien de la gente y del país.
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