Entre niños y daños.- Guardado en su jacal, más por las lluvias que por la pandemia, el viejo cortador curtido por decenas de canículas y forjado en la bigornia de la paciencia, cerca del fogón, con gesto adusto tolera a tres bisnietos que no dejan de importunarlo con su natural inquietud infantil. Como fiel de la balanza entre esas cuatro generaciones, una nieta adulta se encuentra ‘echando’ las tortillas en el molendero que son recibidas por una chispeante llamarada de leña seca, coronada con un encalado comal de barro. De vez en cuando le pasa a abuelo una esponjada y apetitosa tortilla que el abuelo embarra de salsa del molcajete que tiene a la mano y la degusta con singular alegría. Sin faltar el jarro de humeante café negro. El mayor de los chiquillos que no entrará a la secundaria sino que escuchará las clases por radio, con su habitual inocencia y con la atención esmerada de sus hermanitos, le pregunta al viejo sabio de los cafetales sobre la pandemia y de cómo ha cambiado la vida de la gente y llevado a la muerte a miles de personas. Y lo peor, que no ha terminado y ahora colapsa a negocios y familias… A lo que el barón de la gnosis, el apóstol del conocimiento y demiurgo de lo insólito, sopeando un duro bolillo en su café, toma tiempo como para adaptarse a la improvisada aula de párvulos y comienza su infantil asignatura: “La Tierra se está rascando sus heridas”… A lo que los chiquillos reaccionan con ojos de plato. “Le hemos hecho tanto daño, que ya la lastimamos. Para nuestros antiguos ancestros la naturaleza era religión. No solo se cuidaba el natural equilibrio, sino que se veneraba como sagrada. Se le agradecía con rituales su generosidad y se le amaba por la vida, pues abastecía de todo lo necesario y más. Pero la humanidad se deshumanizó y abusó de su grandeza. Taló bosques y selvas, ensució aire y agua y la contaminó del odio. Odio entre hermanos que los llevó a destruirse. La Tierra siempre se ha curado sola, pero llega un momento que para curarse, necesita eliminar un ganglio o extirparse un tumor, o laxarse o vomitar para sanar. Es mucho lo que le hemos quitado y mucho lo que le hemos tirado encima. Guerras biológicas, bombas, químicos y cuanta porquería. Le rompimos el equilibrio natural. Ahora se defiende. La pandemia pudo haber sido generada, casual o a propósito en laboratorios, los huracanes que son cada vez más desastrosos son porque hemos dañado la atmósfera y nos acabamos las selvas. Terremotos, deshielos, calentamiento global, inundaciones y hasta los incendios y explosiones, tienen un responsable: la ambición humana que destruye a cambio de poder…”… Los chiquillos desde hace rato dejaron su pan a un lado y les cambió el semblante. Pero muy atentos le piden al abuelo que continúe. El correoso facultativo, ya encarrilado en esta didáctica conferencia, continúa: “La pandemia podría ser una lección de la madre naturaleza para pedirnos que paremos de lastimarla. Vean como nos ha cambiado: cambió la salud, los negocios, la diversión, la familia, el empleo, la escuela y hasta la convivencia. Nos muestra que es tiempo para dejar de contaminar ríos y arroyos que nos hemos ido acabando, dejar de fabricar y tirar basura, no matar a las especies indiscriminadamente, no utilizar venenos para las siembras y lo más importante convencer a sociedades y gobiernos que debemos hacer todo esto. Respeto por la vida y solidaridad con los demás. El amor es la clave. Volver a cuidar a la Tierra que gustosa nos ofrece su cuerpo para que podamos vivir y que a cambio la estamos lastimando. Se trata de generar una conciencia colectiva de apoyo mutuo, de dar, de participar, de actuar en beneficio de todos. La humanidad aprende y se transforma cuando es necesario. Sobreviven las especies que se adaptan a los cambios y esa es la lección de la naturaleza para el hombre destructor y necio. Podemos ser hermanos en la creación y así saldremos adelante”… Pareciera que a los niños se les llenó el pecho de esperanza y entusiasmo y uno de ellos antes de partir a correr alcanzó a decir: “Gracias Abue, ya entendí por qué en el campo no hay coví…”.
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