miércoles, 20 de diciembre de 2017

DESDE EL AULA

Cancelada la posibilidad de continuar en la escuela luego del engaño de quien había sido mi profesor de sexto grado, lo que queda es contribuir a los gastos de la familia. Mi primer trabajo: ayudante de yuntero. En las mañanas era una hazaña uncir junto al toro enorme y viejo, al novillo lleno de brío que se iba a amansar para la yunta; luego se sujetaba un pesado tronco para que aprendiera a tirar antes de meterlo al surco. Mi trabajo consistía en caminar al frente de la yunta que iba abriendo la tierra para que toro aprendiz me siguiera; cuando se rehusaba a caminar o hacía el intento de tirarse, el yuntero con gritos de insultos lo puyaba con una vara que en la punta tenía un clavo, entonces el toro se aventaba al  frente y yo salía corriendo sintiendo su aliento casi en la nuca, aturdido por los gritos de quien diestro, sostenía el arado con la mano izquierda, mientras que con la derecha seguía picando a los nobles animales. Me pagaban medio mozo, pero la jornada era completa. Entregaba íntegra la raya a mi papá.


Luego vinieron la tareas a destajo de azadón en las fincas que decían, eran de doña Esperanza Martínez, las de don Ruperto y en las de la Bola de Oro, de la familia Falcón. Ahí nos encontrábamos quienes por una razón u otra, habíamos dejado la escuela, los que parecíamos no tener futuro, todos conocidos con apodos: el “Chalán”, el “Corrugada”, la “Borrega”, el “Tóbal”, el “Chapai”, el “patitas”, etc., el mío me lo reservo. Cuando nos tocaba “manchón”, salíamos temprano. Cuando nos tocaba “claro”, nos alcanzaba la tarde llegando al límite del cansancio y es cuando solo el orgullo puede hacer acopio de fuerzas y cuando en la competencia entre iguales, se va desarrollando un sentido de compañerismo y solidaridad.

Me aficioné por la lectura a la vez que me incorporo a los grupos juveniles de la iglesia católica. Retiros, encuentros, desencuentros, flirteos, desahogos, apostolados, lecturas comentadas y públicas, concursos de oratoria, el concilio Vaticano Segundo, la Teología de la Liberación, éxtasis en la polifonía de voces haciendo una sola “este es mi cuerpo, tomad y comed; esta es mi sangre, tomad y bebed…”. Reflexiones que se interrumpen cuando el azadón se atora en una raíz y entonces se rompe el ritmo, la monotonía y el equilibrio.

Llegaban jóvenes de religiosas a las cuales nosotros llamábamos “madres” entre ellas, la “madre” Genoveva, a quien recuerdo joven, bonita y profundamente empática conmigo. Víctima del acoso de un patán de mi pueblo, decide irse no sin antes arrancarme una promesa: “Prométeme que regresarás a la escuela”, me dice. “No, ya es tarde –le dije- mis compañeros de grupo en la primaria, ya están en la universidad. Creo que siempre llego tarde a los encuentros importantes con la vida”. “Prométemelo”, insiste, y con emoción agrega: “Mira, Dios tiene un plan para cada uno de nosotros y los planes de Dios son perfectos. Nada se da por casualidad y las cosas suceden cuando deben suceder. La vocación es un llamado de Dios, tu vacación no es el surco, tu vocación es el renglón”.

Total, se lo prometo y cumplo.

Llego a la entrañable escuela nocturna para trabajadores “Maestro Joaquín Ramírez Cabañas”, llego ya iniciado el curso y encuentro el cobijo de la comprensión y la bondad del maestro Efrén Ramírez Hernández. Ahí conocí a maestras y maestros de quienes guardo gratas vivencias y más afecto: las maestras Elvia Contreras, Irma, Dolores Durán, doña Inesita, la maestra Silvia López, a quien le guardo un singular afecto. El prefecto Ernesto, el maestro Lino y Camerino y otros.


Recuerdo a la “madre” Genoveva y su convicción acerca de los planes de Dios y de la vocación, la suya, no me cabe ninguna duda era hacer el bien. En el plan que Dios tenía reservado para mí, ahora lo sé, se encontraba la Normal y la Universidad Veracruzana.

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