DESDE
EL AULA
Cancelada
la posibilidad de continuar en la escuela luego del engaño de quien había sido
mi profesor de sexto grado, lo que queda es contribuir a los gastos de la
familia. Mi primer trabajo: ayudante de yuntero. En las mañanas era una hazaña
uncir junto al toro enorme y viejo, al novillo lleno de brío que se iba a amansar
para la yunta; luego se sujetaba un pesado tronco para que aprendiera a tirar
antes de meterlo al surco. Mi trabajo consistía en caminar al frente de la
yunta que iba abriendo la tierra para que toro aprendiz me siguiera; cuando se
rehusaba a caminar o hacía el intento de tirarse, el yuntero con gritos de
insultos lo puyaba con una vara que en la punta tenía un clavo, entonces el
toro se aventaba al frente y yo salía corriendo
sintiendo su aliento casi en la nuca, aturdido por los gritos de quien diestro,
sostenía el arado con la mano izquierda, mientras que con la derecha seguía
picando a los nobles animales. Me pagaban medio mozo, pero la jornada era
completa. Entregaba íntegra la raya a mi papá.
Luego
vinieron la tareas a destajo de azadón en las fincas que decían, eran de doña
Esperanza Martínez, las de don Ruperto y en las de la Bola de Oro, de la
familia Falcón. Ahí nos encontrábamos quienes por una razón u otra, habíamos
dejado la escuela, los que parecíamos no tener futuro, todos conocidos con
apodos: el “Chalán”, el “Corrugada”, la “Borrega”, el “Tóbal”, el “Chapai”, el
“patitas”, etc., el mío me lo reservo. Cuando nos tocaba “manchón”, salíamos
temprano. Cuando nos tocaba “claro”, nos alcanzaba la tarde llegando al límite
del cansancio y es cuando solo el orgullo puede hacer acopio de fuerzas y
cuando en la competencia entre iguales, se va desarrollando un sentido de
compañerismo y solidaridad.
Me
aficioné por la lectura a la vez que me incorporo a los grupos juveniles de la
iglesia católica. Retiros, encuentros, desencuentros, flirteos, desahogos,
apostolados, lecturas comentadas y públicas, concursos de oratoria, el concilio
Vaticano Segundo, la Teología de la Liberación, éxtasis en la polifonía de
voces haciendo una sola “este es mi cuerpo, tomad y comed; esta es mi sangre,
tomad y bebed…”. Reflexiones que se interrumpen cuando el azadón se atora en
una raíz y entonces se rompe el ritmo, la monotonía y el equilibrio.
Llegaban
jóvenes de religiosas a las cuales nosotros llamábamos “madres” entre ellas, la
“madre” Genoveva, a quien recuerdo joven, bonita y profundamente empática
conmigo. Víctima del acoso de un patán de mi pueblo, decide irse no sin antes
arrancarme una promesa: “Prométeme que regresarás a la escuela”, me dice. “No,
ya es tarde –le dije- mis compañeros de grupo en la primaria, ya están en la
universidad. Creo que siempre llego tarde a los encuentros importantes con la
vida”. “Prométemelo”, insiste, y con emoción agrega: “Mira, Dios tiene un plan
para cada uno de nosotros y los planes de Dios son perfectos. Nada se da por
casualidad y las cosas suceden cuando deben suceder. La vocación es un llamado
de Dios, tu vacación no es el surco, tu vocación es el renglón”.
Total,
se lo prometo y cumplo.
Llego
a la entrañable escuela nocturna para trabajadores “Maestro Joaquín Ramírez
Cabañas”, llego ya iniciado el curso y encuentro el cobijo de la comprensión y
la bondad del maestro Efrén Ramírez Hernández. Ahí conocí a maestras y maestros
de quienes guardo gratas vivencias y más afecto: las maestras Elvia Contreras,
Irma, Dolores Durán, doña Inesita, la maestra Silvia López, a quien le guardo
un singular afecto. El prefecto Ernesto, el maestro Lino y Camerino y otros.
Recuerdo
a la “madre” Genoveva y su convicción acerca de los planes de Dios y de la
vocación, la suya, no me cabe ninguna duda era hacer el bien. En el plan que Dios
tenía reservado para mí, ahora lo sé, se encontraba la Normal y la Universidad
Veracruzana.
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