DESDE
EL AULA
Memorias tres.-
Las
vacaciones tuvieron prisa en agotarse. Entre partidos de beisbol callejeros,
buscando guayabas de San Pedro en el potrero, recogiendo nanches, correteando
cholinas, corriendo como loco bajo el aguacero, entre regaños y consejas que
nada importan ante el recuerdo del duce sabor del beso primero, furtivo, torpe
y embustero, con calores y sofocos, imaginando formas bajo púberes vestidos,
construyendo sueños sin estar dormido, sin sentirlo ni quererlo, llega el
tiempo del destino que pende del acierto de una decisión.
“Viejo,
¿qué vamos a hacer con m’ijo, va a seguir en la escuela?”… oigo casi susurrar a
mi madre. ¡No!, contesta lacónico mi padre, “vamos a esperar un año y luego
vemos, mientras que me ayude”. Estando en esa conversa, llega quien había sido
mi maestro en sexto grado, Alfonso O H se llamaba, era de Naolinco, trabajaba
también en la UV donde llegó a ser funcionario. Su encuentro con la muerte fue
adelantado.
Con
respecto a mi futuro escolar, hizo la misma pregunta que mi madre y encontró la
misma respuesta de mi padre. “El chamaco es listo”, dijo, “es una pena que no
pueda seguir en la escuela; les tengo una propuesta: me lo llevo a mi casa, lo
mando a la escuela, y lo traigo cada fin de semana, yo me hago responsable de
todo”, agregó. Luego de un intenso regateo, como si se tratara de una
transacción de mercado, se acuerda confiarme a la tutela del profesor.
Establecido
el “trato”, quedan los detalles que el profesor precisa: “El domingo los espero
en mi casa, está en Lucio, bajando de 20 de noviembre, es la segunda casa a
mano derecha en la segunda planta, los espero a las nueve de la mañana”.
Llegado
el domingo, mi mamá me despierta a las seis de
la mañana, ya estaban mis trapos en el morral que ocupaba para “recaudear”,
te va a llevar la tía Lutia, me dice. A las siete de la mañana nos encontramos en
la parada esperando al “azteca”. Llegamos puntual, tocamos repetidamente el
timbre, golpeamos la reja con una moneda, esperamos 3 horas, inútil. El profesor
nunca salió y jamás lo volví a ver. Tomamos el “azteca” de regreso, me sentía
extraño. “¿Triste?, ¿contento?, no lo sé, pero sí emocionado.
La
tía Lutia dio los pormenores. Mi madre entristeció, mi padre solo dijo que era
lo mejor. Me dio tiempo de ir al beisbol, “Chavales” contra “Cafeteros”, ambas
novenas de mi pueblo. El difunto “Mona” corchando desde la tercera a su equipo
“Cafeteros”, con uniforme a rayas, envolviendo su enorme obesidad y haciendo
alarde de su grito de ánimo: ¡Ajajá…!. Por la primera, el “Pato” de “Chavales”
va y viene con manifiesto nerviosismo, las porras enloquecidas, frenéticas,
provocan un estruendo ensordecedor, el paroxismo en grado superlativo. Los gritos
que buscan provocar a los contrarios son monotemáticos: la familia, empezando
por la abuela, la madre, las hermanas y hasta la vieja. El que se lleva se
aguanta, nadie se enoja.
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