miércoles, 13 de diciembre de 2017

DESDE EL AULA


Memorias tres.-

Las vacaciones tuvieron prisa en agotarse. Entre partidos de beisbol callejeros, buscando guayabas de San Pedro en el potrero, recogiendo nanches, correteando cholinas, corriendo como loco bajo el aguacero, entre regaños y consejas que nada importan ante el recuerdo del duce sabor del beso primero, furtivo, torpe y embustero, con calores y sofocos, imaginando formas bajo púberes vestidos, construyendo sueños sin estar dormido, sin sentirlo ni quererlo, llega el tiempo del destino que pende del acierto de una decisión.


“Viejo, ¿qué vamos a hacer con m’ijo, va a seguir en la escuela?”… oigo casi susurrar a mi madre. ¡No!, contesta lacónico mi padre, “vamos a esperar un año y luego vemos, mientras que me ayude”. Estando en esa conversa, llega quien había sido mi maestro en sexto grado, Alfonso O H se llamaba, era de Naolinco, trabajaba también en la UV donde llegó a ser funcionario. Su encuentro con la muerte fue adelantado.

Con respecto a mi futuro escolar, hizo la misma pregunta que mi madre y encontró la misma respuesta de mi padre. “El chamaco es listo”, dijo, “es una pena que no pueda seguir en la escuela; les tengo una propuesta: me lo llevo a mi casa, lo mando a la escuela, y lo traigo cada fin de semana, yo me hago responsable de todo”, agregó. Luego de un intenso regateo, como si se tratara de una transacción de mercado, se acuerda confiarme a la tutela del profesor.

Establecido el “trato”, quedan los detalles que el profesor precisa: “El domingo los espero en mi casa, está en Lucio, bajando de 20 de noviembre, es la segunda casa a mano derecha en la segunda planta, los espero a las nueve de la mañana”.

Llegado el domingo, mi mamá me despierta a las seis de  la mañana, ya estaban mis trapos en el morral que ocupaba para “recaudear”, te va a llevar la tía Lutia, me dice. A las siete de la mañana nos encontramos en la parada esperando al “azteca”. Llegamos puntual, tocamos repetidamente el timbre, golpeamos la reja con una moneda, esperamos 3 horas, inútil. El profesor nunca salió y jamás lo volví a ver. Tomamos el “azteca” de regreso, me sentía extraño. “¿Triste?, ¿contento?, no lo sé, pero sí emocionado.

La tía Lutia dio los pormenores. Mi madre entristeció, mi padre solo dijo que era lo mejor. Me dio tiempo de ir al beisbol, “Chavales” contra “Cafeteros”, ambas novenas de mi pueblo. El difunto “Mona” corchando desde la tercera a su equipo “Cafeteros”, con uniforme a rayas, envolviendo su enorme obesidad y haciendo alarde de su grito de ánimo: ¡Ajajá…!. Por la primera, el “Pato” de “Chavales” va y viene con manifiesto nerviosismo, las porras enloquecidas, frenéticas, provocan un estruendo ensordecedor, el paroxismo en grado superlativo. Los gritos que buscan provocar a los contrarios son monotemáticos: la familia, empezando por la abuela, la madre, las hermanas y hasta la vieja. El que se lleva se aguanta, nadie se enoja.

El episodio queda en el olvido. Al día siguiente, las tareas, pero, como dijera la nana Goya, “esa es otra historia”.

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