lunes, 12 de marzo de 2018

DESDE EL AULA - Por: Prof. Julio Hernández Ramirez

Me defino como un hombre de convicciones y de fe, lo que no implica renunciar al esfuerzo por eludir al dogmatismo y los prejuicios.

Todos los días, sin excepción, el primer acto que realizo es dirigirme al altar de lo etéreo representado en imágenes amorosas y pedir el favor de ser alguien sensato, prudente, probo y justo. De cuando en cuando me impongo un alto para el intento de un ejercicio de reflexión suficiente para percatarme, con pesar, de lo difícil que resulta apropiarse de tan excelsos atributos y me miro lejos de ellos, entonces parece la duda irreverente, la duda que provoca y que carcome, que se burla y que cuestiona.


No he acusado recibo de mi reiterada petición. Tal vez no sale de lo más íntimo del corazón ni se acompaña de un genuino esfuerzo por lograr auto control. La confusión me invade con frecuencia, la banalidad me atrae siempre, lo importante sale de mi espectro por cuestiones de ocasión y ante ello, lo grave es que Dios no satisface caprichos, no acepta chantajes, ni cede a la presión, sus designios son inescrutables y cualquier intento por entenderlo a la luz de la razón está destinado al más estrepitoso de los fracasos.
A él no se le puede decir que vas a cambiarte de región, como suele hacerse con candidatos y partidos; tampoco que no te importa lo que diga o piense o que prefieres irte al sofá de la sala, mucho menos que su antagónico te ofrece riquezas y placeres, frente a él no vale los mutismos convenencieros.


Por fortuna la tribulación es siempre pasajera y se sucede con remansos de tranquilidad que propician retorno al punto de partida, al de la esperanza de que las cosas pueden ir mejor, al de la fe que horada la roca y mueve la montaña, a la capacidad de maravillarse ante la vida y de descubrir en cada momento la emoción de las cosas, a la humidad para saber ser agradecidos y a la entereza para salvar los obstáculos que en la vida se presentan, disfrutando lo que todos los días se ofrece a nuestro sentidos como un maravilloso regalo de Dios.


Mañana, lo sé, hare lo mismo, antes que cualquier cosa, mis pasos me guiaran a mi altar de la devoción y en la intimidad más profunda de mí ser que crece en la quieta suavidad del alba, con voz grave y queda volveré a pedir:
“Señor, concédeme la gracia de ser cuando menos un hombre cuerdo”.
Luego, esperaré haciendo, hare pensando, diré creyendo: Veracruz merece un destino mejor bajo el liderazgo de un hombre correcto educado y culto, cuyo origen está en la montaña del cofre y su valle.

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