Los pueblos tradicionales tienen la fama de sabios en cuanto al conocimiento de la naturaleza, sus médicos utilizan plantas y minerales que obtienen directamente de la tierra para curar las enfermedades, todo esto parte desde la observación y estudio que les llevó cientos de años. Hay otra parte de esta ciencia ancestral que tiene que ver con la experimentación y el saber de las relaciones que tiene el hombre con otros seres como es el caso de los animales domésticos; al iniciar la vida sedentaria, el hombre tuvo la necesidad de tener animales que les dotaran de sus beneficios pero al mismo tiempo entraron nuevas enfermedades, la mayoría de ellas, mortales.
La vida de todos los seres vivos cumplen un ciclo, fue fácil de razonar que si se sabe el origen de una enfermedad, se pueda saber también cómo erradicarla, como es el caso de la viruela, una enfermedad que apareció en el hombre a causa del ganado bovino pero que desde el principio la cura estuvo en el propio ganado.
En 1796, el médico Edward Jenner escuchó a una lechera de su pueblo decir que no iba a enfermar de viruela porque ya había pasado la viruela bovina. Así que inyectó pus de una vaca a un niño enfermo. Antes de que Jenner inventara la vacuna, en Inglaterra se había practicado la inoculación, una práctica turca que introdujo la viajera y escritora Mary Wortley Montagu.
En 1716, Mary Wortley Montagu acompañó a su marido, Edward Wortley Montagu, a Constantinopla, donde fue enviado como embajador de Inglaterra. Ella se dedicó a relatar en infinidad de cartas de todo cuanto iba descubriendo. Su correspondencia se convirtió en un referente de la literatura viajera. A través de sus escritos, comenzó a dar a conocer en Inglaterra la inoculación y advirtió de su intención de extender esta costumbre turca en Inglaterra para eliminar la viruela.
En sus primeras cartas, Montagu expuso con detalle el procedimiento por el que las ancianas turcas lograban que niños y jóvenes no murieran a causa de la viruela. Ella misma había sufrido viruela y había perdido a su hermano por esa enfermedad que para entonces ya era devastadora en Inglaterra ya que al menos un 60% de la población estaba afectada y un 20% moría a causa de la misma.
En abril de 1718 escribió: “La viruela, tan fatal y generalizada entre nosotros, es aquí por completo inocua gracias a la invención del injerto, que es el término con que lo nombran. Hay un grupo de ancianas que se ocupan de hacer la operación. En el mes de septiembre, con la llegada del otoño, cuando disminuyen los grandes calores, la gente trata de enterarse si alguien de su familia tiene la intención de enfermar de viruela. Viene la anciana con una cáscara de nuez llena de pus de la mejor viruela y entonces pregunta a la gente qué venas desean que les abra. De inmediato, abre aquella que le es ofrecida con una aguja enorme (no produce más dolor que un simple rasguño) e introduce en la vena tanto veneno como cabe en la punta de su aguja y después venda la pequeña herida con una cáscara hueca y así, de esta manera, abre cuatro o cinco venas”.
La viajera continúa su carta describiendo cómo los niños siguen jugando el resto del día, y cómo al octavo día aparecen las fiebres, que solo duran dos días. Por eso, dice estar dispuesta a probarla con su propio hijo, como posteriormente hizo.
Cuando regresó a Londres, en 1721, Montagu convenció a la princesa Carolina de Gales de las bondades de lo que ella llamaba injerto. Esta inoculó a sus hijos y extendió la tradición turca al resto de coronas europeas. Montagu, como ella misma previó, tuvo que enfrentarse al descrédito de la comunidad científica y de la iglesia, que tachó sus ideas de herejía musulmana en un principio.
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