lunes, 11 de noviembre de 2019

ESPRESSO CORTADO Gilberto Medina Casillas



El altar y las ofrendas


Los vistosos altares adornados de cempasúchil, ya eran una tradición mesoamericana, recordemos que el culto a los antepasados es ancestral y extendido por todo el mundo desde el inicio de la historia.

Allá por los años 1600, la introducción a los altares del día de muertos de objetos católicos (cruces, rosarios, devocionarios, catecismos, velas de cera) fueron concebidos por unos frailes agustinos, quienes pretendieron sacar provecho de las creencias de los pueblos sometidos, para llevarlos a los terrenos del cielo y del infierno. Los altares, a la manera de tótem, son para honrar a los ancestros, lo cual tenía el intrínseco propósito de acentuar en la feligresía, nova hispana u originaria, la visión del más allá. Siempre los hierofantes (oficiantes sacerdotales) han creído que despertar en sus seguidores la idea del otro mundo, les ayuda a contener los instintos animales de la gente, amenazándolos con el castigo eterno o con la recompensa deliciosa.

Los vikingos, soñaban con el ‘Valhalla’ donde serían llevados por las valquirias; y los árabes, gozarían en un paraíso con las huríes. Los católicos sueñan con un cielo muy parecido a una iglesia, con olor de nardos y cánticos angelicales. Y temen el horrendo suplicio interminable, dolor y fuego, alaridos y tormentos.

Esta tradición de la vida después de la vida (nada más ilógico) entronca muy extrañamente con la idea de que los muertos puedan regresar. Es absurdo en el caso de la cosmogonía náhuatl, pues cuando te vas a Mictlán allá te quedas, a menos que hayas muerto ahogado, entonces te conviertes en ‘tlaloque’, un ayudante del dios de la lluvia Tlaloc. La tradición amestizada, considera el inframundo como al infierno (aunque bíblicamente es el seol, a donde van todas las almas antes de la resurrección, incluso se dice que Jesucristo estuvo allí) y lo mezcla con el concepto de la comunión de los santos, mismo que consiste en la creencia que desde el cielo, nuestros antepasados nos miran, en forma omnisciente, pues en la gloria están unidos por los sutiles hilos de la divinidad. Al respecto, un poeta mexicano escribió: ‘Nuestros antepasados / en la comunión de los santos / observan tristes y azorados / cómo nos desbarrancamos’.

Bueno, pues la cosa es que hay mexicanos que piensan (más bien desean) que difuntos allegados regresan a través de una especie de portal, que es el altar con las ofrendas que deben contener, según recuerdan, las apetencias de aquellos cuando estuvieron vivos. Y como todos ellos son mexicanos, los tamales, el tequila, el mole con guajolote y el pan de muerto, no deben faltar. Y mucho menos el retrato del difunto cuando estaba vivo, se entiende. [Aunque saben que en realidad no pasa nada de eso.] También debe adornarse con papel picado, de distintos colores, mostrando motivos correlativos a la muerte, fundamentalmente esqueletos. (El papel no es originario de Mesoamérica, acá se usaba el amate, en el mejor de los casos y la piel de las pencas de maguey, y no había nada de eso picado, en modo alguno.) Esto es en cuanto al altar y las ofrendas.

Otro de los detalles que acompañan las tradiciones mexicanas (o sea mestizas) del día de los muertos, o de los fieles difuntos como gustan decir los curas, es la comicidad, la cual se expresa en las famosas calaveritas, textos rimados que tratan asuntos del dominio público, generalmente sobre personas famosas o en círculos más estrechos, familiares y amigos. Ejemplo: ‘Murió Ricardo Mora Segura / En Xico licor de zarzamora tomaba / Y decía ‘No me ha llegado la hora / Pero la muerte lo fue a buscar / Muy apurada en su carroza volaba / Y así, en la oficina de Espresso / Lo fue a hallar’.

Es mundialmente conocido que en México no se teme a los muertos, son motivo de simpatía y hasta de burla. Aunque es una pose, un mexicanismo inculcado por una cultura inveterada, con cielito lindo y sombrero de charro. ‘Estaba la calaca tilica y flaca / Llore que llore porque / No podía hacer caca.’

En estos días las casas y los negocios se llenan de adornos con calacas, la más recurrente es la llamada catrina, que ha monopolizado el emblema de la fiesta de los mexicanos difuntos. Es raro que, siendo de principios del siglo XX, ya representa, popularmente, todo el asunto. Veamos que nos dicen de José Guadalupe Posadas, inventor de la calavera garbancera: ‘La Catrina, representa una burla a los indígenas enriquecidos durante el porfiriato, quienes despreciaban sus orígenes y costumbres, copiando modas europeas’.

El hecho de que el día de muertos se revuelva en el pensamiento colectivo, con murciélagos y calabazas, no tiene la menor importancia. No tiene sentido comparar ambas festividades, nada tienen que ver y son, esencialmente, diferentes. Yo creo que nuestros antepasados viven en nosotros, somos la prolongación de su vida, así como nuestros hijos son la cadena de ADN que continúa con la vida nuestra.

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