lunes, 14 de septiembre de 2020

DESDE EL AULA - Por: Profesor Julio Hernández Ramírez


 Me duermo temprano y la vigilia me asalta antes de que llegue el alba. Un espeso silencio lo envuelve todo, pero bien que deja oír el ancestral graznido de la lechuza, oculta entre el tupido follaje de la vieja higuera. Imprevista, llega una lluvia pertinaz que inmisericorde golpea el tejado de mi casa vieja en la cual agotó muchas horas en una soledad que abraza y que me lleva conmigo mismo.


Desde siempre, la lluvia me provoca una emoción indescriptible; recibirla de madrugada, en la intimidad de una rústica habitación que evoca la tragedia, la esperanza y la ilusión de una generación, casi me empuja al éxtasis. Me pregunto si esa fascinación por la lluvia matinal tiene origen en mi vocación de hombre de campo, como recientemente lo publica un personaje que al parecer poco sabe del valor de la amistad y la congruencia.


Mi pasión por el campo es genética. Provengo de una familia campesina, comparto ese orgullo con mis hermanos y busco transmitirla a mi descendencia. Lo hago a conciencia plena, pues me he curtido en la rudeza de las faenas agrícolas, pero también he disfrutado el prodigio de ver florecer la tierra.


Puede parecer una paradoja, pero mi condición de hombre de campo no ha sido incompatible con la participación en política, invariablemente desde la misma trinchera. A las circunstancias no las pierdo de vista, pueden ser determinantes. Guardo un sentimiento de gratitud y respeto para quienes, en contextos específicos, me ayudaron y dieron impulso más allá de las intrigas palaciegas de quienes buscaron y buscan, en el linaje y en los homónimos el talento que la naturaleza, sabia como es, no les otorgó. En ellos (as), la frustración y laamargura brotan espontáneamente como los hongos luego de la primera lluvia.


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