En
nuestra cultura no encontramos condiciones para pensar y ocuparnos en lo
trascendente, en lo esencial y en los valores. La vida se consume en la
ansiedad sin que encontremos su verdadero sentido. Nos ocupamos con frenesí en
asuntos por demás egoístas: ascender, ganar, tener, comprar más, competir y
sobresalir. Así, la vida pasa casi inadvertida mientras estamos ocupados en
otras “cosas” sin detenernos en nuestra loca carrera para mirar hacia dentro de
nosotros mismos y preguntarnos con absoluta honestidad, si eso es todo lo que
queremos.
Pareciera
que siempre vamos de prisa, corriendo en busca de quien sabe qué, y dejamos de
ver y disfrutar las cosas sencillas que todos los días se muestran a nuestro
alcance; ello nos lleva a un proceso de descomposición social que provoca la
desvalorización de la persona y nos conduce a una dinámica de permanente
competencia sin reglas éticas, donde lo importante es sobresalir sin reparo de
los medios utilizados. En esa competencia interminable, los ejercicios de
comparación con otros es inevitable, como lo es el salir bien librados, pues
siempre habrá quienes puedan más, por eso la competencia debiera de ser con nosotros
mismos en una lucha racional y constante de ser siempre mejores desde el punto
de vista espiritual y humano. El referente de comparación debe ser nuestro
propio yo, en cada momento.
Mitch
Albom, en su libro “Martes con mi viejo profesor”, dice en voz de su
protagonista Morrie Schwartz: “Si lo que quieres es presumir frente a los que
están en la cumbre, olvídalo. Te despreciarán de todos modos. Y si lo que
quieres es presumir ante los que están por debajo, olvídalo. No harán más que
envidiarte”.
El
problema está que en ese delirio por acumular más bienes materiales las pretensiones
son insaciables, pues siempre se ofrecen a nuestro deseo nuevas cosas que la
mayoría de las veces no se necesitan, en un cuento de nunca acabar, y nos
hacemos frívolos y generamos enormes vacíos de afectos que queremos llenar con
cosas y olvidamos que ni el amor, ni la ternura, ni la amistad, ni la lealtad,
ni los sentimientos de solidaridad, admiten sustitutos.
Un
buen aliciente es que mientras haya un soplo de vida nunca es tarde. Siempre
hay tiempo para hacer un alto y regalarnos una mirada retrospectiva para luego
visualizar a nuestra familia, amigos, compañeros de trabajo, etc., con el alto
propósito de establecer y fortalecer relaciones fundamentadas en el respeto la
comprensión y la tolerancia. En síntesis, en el afecto.
Se
cuenta en el libro antes citado que en un partido de basquetbol en el gimnasio
de la universidad, al equipo local le va bien y el público estudiantil empieza
a corear: “¡Somos el número uno, somos el número uno!”, el viejo profesor que
estaba sentado cerca se levanta de repente y grita: “Qué tiene de malo ser el
número dos”. Silencio.
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