martes, 11 de julio de 2017

DESDE EL AULA



En nuestra cultura no encontramos condiciones para pensar y ocuparnos en lo trascendente, en lo esencial y en los valores. La vida se consume en la ansiedad sin que encontremos su verdadero sentido. Nos ocupamos con frenesí en asuntos por demás egoístas: ascender, ganar, tener, comprar más, competir y sobresalir. Así, la vida pasa casi inadvertida mientras estamos ocupados en otras “cosas” sin detenernos en nuestra loca carrera para mirar hacia dentro de nosotros mismos y preguntarnos con absoluta honestidad, si eso es todo lo que queremos.

Pareciera que siempre vamos de prisa, corriendo en busca de quien sabe qué, y dejamos de ver y disfrutar las cosas sencillas que todos los días se muestran a nuestro alcance; ello nos lleva a un proceso de descomposición social que provoca la desvalorización de la persona y nos conduce a una dinámica de permanente competencia sin reglas éticas, donde lo importante es sobresalir sin reparo de los medios utilizados. En esa competencia interminable, los ejercicios de comparación con otros es inevitable, como lo es el salir bien librados, pues siempre habrá quienes puedan más, por eso la competencia debiera de ser con nosotros mismos en una lucha racional y constante de ser siempre mejores desde el punto de vista espiritual y humano. El referente de comparación debe ser nuestro propio yo, en cada momento.

Mitch Albom, en su libro “Martes con mi viejo profesor”, dice en voz de su protagonista Morrie Schwartz: “Si lo que quieres es presumir frente a los que están en la cumbre, olvídalo. Te despreciarán de todos modos. Y si lo que quieres es presumir ante los que están por debajo, olvídalo. No harán más que envidiarte”.

El problema está que en ese delirio por acumular más bienes materiales las pretensiones son insaciables, pues siempre se ofrecen a nuestro deseo nuevas cosas que la mayoría de las veces no se necesitan, en un cuento de nunca acabar, y nos hacemos frívolos y generamos enormes vacíos de afectos que queremos llenar con cosas y olvidamos que ni el amor, ni la ternura, ni la amistad, ni la lealtad, ni los sentimientos de solidaridad, admiten sustitutos.

Un buen aliciente es que mientras haya un soplo de vida nunca es tarde. Siempre hay tiempo para hacer un alto y regalarnos una mirada retrospectiva para luego visualizar a nuestra familia, amigos, compañeros de trabajo, etc., con el alto propósito de establecer y fortalecer relaciones fundamentadas en el respeto la comprensión y la tolerancia. En síntesis, en el afecto.

Se cuenta en el libro antes citado que en un partido de basquetbol en el gimnasio de la universidad, al equipo local le va bien y el público estudiantil empieza a corear: “¡Somos el número uno, somos el número uno!”, el viejo profesor que estaba sentado cerca se levanta de repente y grita: “Qué tiene de malo ser el número dos”. Silencio.













No hay comentarios.:

Publicar un comentario