Conforme a la doctrina del Barón de Montesquieu, el principio de la división de poderes supone un esquema de equilibrios y contrapesos, de tal suerte que uno a otro se limita, se acota y atempera para generar así, condiciones favorables a la gobernanza y el fortalecimiento de las instituciones democráticas.
La historia patria aporta elementos suficientes para sostener razonablemente que en la práctica no sucede así. Existe un poder ejecutivo con muchas y enormes facultades, con las cuales invade, socaba, sojuzga, deteriora y corrompe a los otros poderes que se ven imposibilitados para autorregularse y regular al otro que debiera ser par, pero que se muestra insolente y prepotente, avasallante, causante en mucho del deterioro institucional, del desmantelamiento nacional y de la implementación de políticas públicas que muchas veces no se corresponden con el supremo interés de la nación.
Frente a este “monstruo” que es el poder ejecutivo se encuentra el legislativo, históricamente vocinglero, histriónico, cuando no plañidero, que ve de soslayo al interés de sus “representados” y del país, para priorizar intereses facciosos y de grupo. Incapaz de ejercer una auténtica crítica; cuando la intenta, realmente subyace en ese remedo el afán insano de tener en la mano una divisa de cambio por prebendas. Terriblemente susceptible al poder corruptor.
Tercia un poder judicial mustio, casi siempre en silencio, mudo ante la incapacidad para acercarse siquiera al ideal de una impartición de justicia, pronta, expedita e imparcial. Para el imaginario: deshonesto, lento y perezoso; que desaprovecha una valiosa posibilidad de, a golpes de jurisprudencias, constituirse en el garante de los derechos humanos, de las instituciones democráticas y de los intereses colectivos.
Complementa este cuadro de desaliento, una sociedad con motivos suficientes para sentirse agraviada. Una sociedad con profundas asimetrías que separan y lastiman. Una sociedad que no se reinventa, que reproduce masoquistamente modelos agotados. Una sociedad que manifiesta su justa irritación a través de la indolencia y no participación, en vez de ejercer una crítica consiente, serena y justa. Una sociedad que se auto flagela, que no se organiza en el reclamo, que tolera y languidece y no toma conciencia de las herramientas valiosas de que dispone para revertir un estado de cosas, para condicionar respaldos a ejercicios de transparencia y rendición de cuentas, para revocar mandatos, para evaluar, calificar y actuar en consecuencia.
Una de esas herramientas es el ejercicio del derecho al voto, razonado, libre y secreto, como derecho constitucional. Estamos inmersos ya en un proceso electoral inédito en el que está en juego el futuro de la nación. Que en la intimidad de la casilla electoral, el ciudadano al momento de emitir su sufragio, tenga presente no tanto a los partidos sino a la persona del candidato o candidata. Que piense por ejemplo, respecto de cada uno de ellos, cuál ha sido su trayectoria profesional e incluso personal, durante los últimos veinte años; cuál es su formación, su experiencia, sus aportes, pues sin duda alguna, son elementos valiosos para normar un criterio que le permitan al ciudadano decidir conscientemente. Si al momento de cruzar la boleta se tienen en cuenta estas consideraciones, esté usted seguro, se actualizará un acto de inteligencia.
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