martes, 19 de marzo de 2019

DESDE EL AULA - Por: Prof. Julio Hernández Ramírez

Ciego es quien no quiere ver.-
Esto me lo platica mi amigo el albañil: “Fíjate Profe que él es un hombre bueno trabajador y no merece la suerte que le toca, con esmero hace prosperar su tienda de abarrotes, la cual solo cierra cuando va a algún servicio religioso o de visita con algún enfermo. Un día predeterminado a la semana acude por la noche a la cabecera municipal para participar en la reunión con comerciantes, ausencia que aprovecha su mujer para recibir en su propia casa al amante furtivo que entra subrepticio protegido por la oscuridad del garaje”.

El alarife prosigue: “Dos amigos que se daban cuenta de la regularidad de estos encuentros, molestos por la infame traición, deciden poner sobre aviso al abarrotero. Con sutileza, previniéndole para evitar el enojo, le comentan sobre lo que acontece en su casa cuando él sale. La respuesta obtenida les provoca desconcierto. Confió en mi pareja, son solo rumores de la gente argüendera que por envidia intrigan. Aun así, le replican: salgamos de dudas, te vamos a acompañar y hagamos como que salimos, dejas la camioneta cerca y regresamos caminando para ocultarnos en el patio trasero de tu casa y esperemos para ver qué pasa. Así lo hicieron, ocultos en la sombra de los naranjos esperan pacientes. Al poco rato sale la dama al garaje y lo recorre con la mirada para luego entrar a la casa dejando la puerta entreabierta. Enseguida llega el hombre, por cierto conocido, sin más se introduce en la casa y se funde en un ansioso abrazo. Cuando se retiran, comenta: vieron cómo no llegó nadie, se los dije, eran solo intrigas. Es cierto, le contestan. Luego comentan entre sí: se confirma, no hay más ciego que quien no quiere ver”.

Oídos sordos.-
Era una señora diferente a las del pueblo. Callada y alta, ataviada con una falda larga que suspendía atando a la cintura una blusa blanca con holanes. Decían que provenía del bajío. Su hijo siempre fue mala cabeza, ella como madre le lloró, le pidió, le suplicó, lo llenó de recomendaciones para que enmendara su conducta. Todo fue en vano. Un día le dieron la infausta noticia de que a su hijo le habían arrebatado la vida con violencia. Entonces no lloró, solo pareció erguirse más, y en silencio comenzó a preparar la modesta sala de su vivienda esperando su llegada. Lo tendieron en un catre. Con índice de fuego llena de rabia e impotencia, le gritó: “Te lo dije, nunca quisiste oír, y para los oídos sordos, todas las palabras resultan ociosas y necias.

Cada día parecen ser más los que se niegan a ver y oír las señales y las voces de alerta. Las luces rojas se encienden y muchas son las opiniones autorizadas que previenen sobre lo incierto. Los riesgos no son menores. Por supuesto, la apuesta no es por la catástrofe, pero cuando se combina arrogancia con ocurrencia, los resultados pueden ser muy caros.

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