lunes, 13 de mayo de 2019

DESDE EL AULA - Por: Prof. Julio Hernández Ramírez


De niño, todos los domingos me arreglaba muy temprano y me hacía acompañarla a la misa de siete. Las imágenes en bulto de santos y vírgenes me causaban temor y la perorata del sacerdote formaba en mi mente infantil la idea de un dios iracundo presto a imponer severos castigos ante cualquier falta. Por la tarde era obligada la visita a la abuela paterna. En el corredor de la vieja casona de piedra cantera y teja de barro, siempre estaba sentado, se llamaba Nardo, el temblor incontrolable de sus manos coronadas con unas enormes uñas como garras me daban mucho miedo. Recuerdo a la abuela, luego de las infidelidades del abuelo y su escape por la puerta falsa que no tiene retorno, se encerró en vida, para ella los días no tenían diferencia con las noches, en la oscuridad de su cuarto sentada siempre en el borde de su viejo camastro con el cigarro permanente en la boca que solo retira cuando le viene esa crónica y tímida tosecilla.
No se rinde nunca. A las cuatro de la mañana comienza los quehaceres de la casa para luego salir presurosa al corte de café. Por la tarde sigue el trabajo doméstico. Con ella aprendí las primeras letras.

No tuve educación preescolar, quizá por ello no desarrollé habilidades motoras finas, mis manos son torpes para las manualidades, me desespero, pero ahí está ella, paciente, sonríe y me dice satisfecha: “mira cómo sí se puede”. Cuando enfermo sus cuidados llegan casi a la obsesión, está pendiente de todo, amorosa y tierna. No es de mucho hablar, es más de hacer. Luego de cada uno de mis logros por modestos que sean, le veo esa expresión tan suya que me fascina, mezcla de orgullo y emoción.

Se me hizo tarde. Me alcanzó la madrugada y olvidé el acierto del aviso. Llego con sigilo, en un afán vergonzoso de ser inadvertido. Todo está en silencio, respiro con alivio, pero algo me hace volver la mirada y veo su rostro tras el cristal de la ventana con la cortina ligeramente recorrida, no hay reproche en su semblante, tal vez un poco de pesar y seguro estoy que en su mente repasa una plegaria de agradecimiento.

Es mi madre y me siento bendecido en su persona, soy el mayor de ocho hermanos, me hizo ser el primero, la he tenido más tiempo. Es un ser admirable, nunca he visto flaqueza en su ánimo, luchadora incansable, a sus 80 años sigue diligente y generosa derrochando energía y más amor.

Felicidades a todas las madres en su día…

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