DESDE
EL AULA
Profesor Julio Hernández Ramírez
Memorias.
Son
las tres de la mañana, me doy vuelta y veo a mis hermanos como marimba
atravesados en el catre plácidamente dormidos, en esa quietud que solo la
inocencia infantil puede provocar. Atisbo por las rendijas entre las tablas de madera
que hacen la pared de la modesta vivienda. Hace frio. Una densa bruma lo
envuelve todo y la brisa pertinaz provoca una gotera terca, que rompe impune el
silencio de la noche.
Al
otro extremo adivino a mi madre fingiendo dormir con un Ave María en la boca y
la angustia oprimiéndole el pecho. La veo sentarse sobre la vara del viejo
camastro. Como si levitara, se dirige a mí y me susurra al oído: “Ya es bien tarde,
la noche está fría y tu papá no ha llegado, de seguro ya se gastó la raya. Le
contesto con un indefinido: mmm… En diferentes puntos del pueblo se oye el
latir melancólico de los perros que alternan con el ancestral graznido de la
lechuza en la vieja higuera. No puedo evitar que el frio recorra mi espalda al
recordar que mi abuela asegura que cuando la lechuza grita, alguien va a morir.
La
“chirrisca” ladra nerviosa y con más fuerza, se tranquiliza. Oigo unos pasos
titubeantes que se acercan y luego un golpeteo torpe en la puerta de madera. Mi
madre retira la tranca y entra mi padre pidiendo comer. Son las cuatro de la
mañana, ya es domingo. Se oye el chirriar de manteca en la cazuela, frijoles
con huevo, el chile verde sobre el comal… todos dormimos ya, o fingimos
hacerlo.
Son
las seis de la mañana. Me despierta el tañer monótono e impúdico de las
campanas dando el primer llamado a la misa dominical. Me doy vuelta, me cubro
hasta la cabeza y cierro los ojos. Al rato se acerca mi madre: “hijo, Julio,
Julio, ya van a dar la de dos, levántate que nos vamos a misa. Vamos a dar
gracias a Dios porque amanecimos con bien. No hagas ruido no vayas a despertar
a tu papá. Gruñendo me levanto. En la iglesia hay dos hileras de bancas, una
para hombres y otra para mujeres. No se admite colocarse en sección diferente.
Van llegando las mujeres en silencio con el cabello aun mojado humedeciendo la
espalda y los hombres con el sombrero en una mano, mientras con la otra se
alisan inútilmente los mechones, luego entre ambas hileras un cruce de miradas
furtivas, cómplices, ansiosas e imprudentes, amores clandestinos, pasiones
incontroladas, ansias reprimidas, simulaciones e hipocresías. Los pocos con
fervor genuino y un franciscano esfuerzo por empatar el pregón con lo que se
hace, salvan el ritual.
Un
largo, denso, inaudible, inentendible y anacrónico sermón, conducen a algunos
al apacible reino de Morfeo; otros, con bostezos prolongados dejan ver sus
muelas más lejanas con caries. Cuchicheos producen un zumbido parecido al de un
enjambre. Luego apretones ásperos de manos, algunos abrazos ofreciendo paz y
dos largas filas dispuestas a engullir al cordero. No puedo evitar hoy, la
evocación al famoso cuadro de Dante.
Regresamos
a casa. Mi padre ya no está, se fue al Beisbol, dice mi hermano, donde cuando
se gana se festeja y cuando se pierde también. Es domingo, son las seis de la
tarde, mi madre espera…
Muchos
años han pasado de aquel tiempo, que pese a todo, añoro. Tiempos de penurias,
de ilusiones y esperanza, y abrir brecha y hacer camino al andar, siempre
verticales. De creer en dios, pero no en las faramallas. Hoy mi padre,
resistiendo el paso de los ayeres, crece en mi admiración. Mi madre sigue
siendo una auténtica guerrea, estoica, sólida como una roca.
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