“Mi maestro de Historia no sabía Historia. Ni el de Español, Español, ni el de… ¿Por qué los maestros no saben lo que enseña? Recuerdo a mi primo, el hijo de la tía clara. Fue a estudiar a México. Estuvo en la facultad de Derecho. Después… que siempre no, que quería trabajar. Y de qué, aunque sea de maestro. Se arregló la dificultad. Ahora enseña Biología”.
Lo escribió Juan Sánchez Andraca, en su obra primera “Un Mexicano Más” en 1966 y cualquier semejanza con la actualidad es mera coincidencia.
En el libro citado, retrata la realidad de un adolescente inmerso en las profundas contradicciones que entraña el entorno familiar, social y político, que lo condiciona y obliga a repetir patrones de conducta, ayunos de valores, con los cuales el propósito primordial, si no único, es adquirir dinero en el menor tiempo y con el menor esfuerzo posible.
Esta realidad abrumadora trae a mi memoria un fenómeno que se dio hace apenas unos años. Al maestro que se jubilaba se le reconocía el “derecho” de proponer en su plaza a un hijo o familiar con el nivel de bachiller o con carrera universitaria trunca o terminada, a condición de que se regularizara académicamente en la Universidad Pedagógica Nacional o Veracruzana, mediante cursos sabatinos acreditados los cuales, se adquiría el grado de licenciatura en Educación Primaria o Preescolar, según fuera el caso. La pregunta sobre la calidad de la educación que podía esperarse, impartiera un joven de preparatoria o sin éxito profesional en otra carrera, resulta francamente ocioso.
Me invitaron a impartir una materia en la Licenciatura de Educación Primaria que ofrecía la Universidad Pedagógica Veracruzana, a quienes estaban trabajando como maestro frente a grupo sin acreditar el perfil profesional adecuado.
El bloque de materias se correspondía con los meses últimos del año. Los cursos se impartían en la sede de la Benemérita Escuela Normal Veracruzana “Enrique C. Rébsamen”. Me fue asignado un horario de 7 a 9 de la mañana. El grupo era numeroso, cincuenta alumnos, una aberración desde el punto de vista pedagógico. El coordinador me previno: “No te apures por estar a las siete, los alumnos no llegan a esa hora, ya sabes, vienen de fuera y el frío”. Llegué el primer día a las siete. Solo había dos alumnos soñolientos al fondo del aula, inicié mi clase puntual y en el transcurso de las dos horas fueron llegando los muchachos a los que repetía como estribillo: “Jóvenes, inicio mi clase a las siete”. Terminamos el curso llegando a las siete y entendí que más que los sermones, impacta el ejemplo.
El tiempo es un elemento muy valioso que una vez perdido, no se recupera jamás, por eso la puntualidad debe tenerse en gran estima; ser impuntual es una falta de respeto, esto va para todos, pero en una circunstancia muy particular, para quienes son candidatos. No hay excusa que valga, el tema es de organización y de decoro y más vale no perder de vista que se está frente a un electorado irritado e irritable, que favor hace al escuchar y al cual no se debe hacer esperar, dicho en otras palabras, al cual no se le debe hacer perder el tiempo ni embaucar en promesas vanas, mucho menos ofender en la dádiva de una despensa que en nada resuelve la pobreza, ni la inseguridad, ni la falta de empleo.
Lo escribió Juan Sánchez Andraca, en su obra primera “Un Mexicano Más” en 1966 y cualquier semejanza con la actualidad es mera coincidencia.
En el libro citado, retrata la realidad de un adolescente inmerso en las profundas contradicciones que entraña el entorno familiar, social y político, que lo condiciona y obliga a repetir patrones de conducta, ayunos de valores, con los cuales el propósito primordial, si no único, es adquirir dinero en el menor tiempo y con el menor esfuerzo posible.
Esta realidad abrumadora trae a mi memoria un fenómeno que se dio hace apenas unos años. Al maestro que se jubilaba se le reconocía el “derecho” de proponer en su plaza a un hijo o familiar con el nivel de bachiller o con carrera universitaria trunca o terminada, a condición de que se regularizara académicamente en la Universidad Pedagógica Nacional o Veracruzana, mediante cursos sabatinos acreditados los cuales, se adquiría el grado de licenciatura en Educación Primaria o Preescolar, según fuera el caso. La pregunta sobre la calidad de la educación que podía esperarse, impartiera un joven de preparatoria o sin éxito profesional en otra carrera, resulta francamente ocioso.
Me invitaron a impartir una materia en la Licenciatura de Educación Primaria que ofrecía la Universidad Pedagógica Veracruzana, a quienes estaban trabajando como maestro frente a grupo sin acreditar el perfil profesional adecuado.
El bloque de materias se correspondía con los meses últimos del año. Los cursos se impartían en la sede de la Benemérita Escuela Normal Veracruzana “Enrique C. Rébsamen”. Me fue asignado un horario de 7 a 9 de la mañana. El grupo era numeroso, cincuenta alumnos, una aberración desde el punto de vista pedagógico. El coordinador me previno: “No te apures por estar a las siete, los alumnos no llegan a esa hora, ya sabes, vienen de fuera y el frío”. Llegué el primer día a las siete. Solo había dos alumnos soñolientos al fondo del aula, inicié mi clase puntual y en el transcurso de las dos horas fueron llegando los muchachos a los que repetía como estribillo: “Jóvenes, inicio mi clase a las siete”. Terminamos el curso llegando a las siete y entendí que más que los sermones, impacta el ejemplo.
El tiempo es un elemento muy valioso que una vez perdido, no se recupera jamás, por eso la puntualidad debe tenerse en gran estima; ser impuntual es una falta de respeto, esto va para todos, pero en una circunstancia muy particular, para quienes son candidatos. No hay excusa que valga, el tema es de organización y de decoro y más vale no perder de vista que se está frente a un electorado irritado e irritable, que favor hace al escuchar y al cual no se debe hacer esperar, dicho en otras palabras, al cual no se le debe hacer perder el tiempo ni embaucar en promesas vanas, mucho menos ofender en la dádiva de una despensa que en nada resuelve la pobreza, ni la inseguridad, ni la falta de empleo.
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