martes, 3 de marzo de 2020

Desde el Aula



La historia de la humanidad no registra régimen, época, ni sociedad, exenta de actos violentos y crímenes, por la sencilla razón de que ambos fenómenos sociales son con sustanciales a la naturaleza humana. Pero cuando lo que sorprende no es la eventualidad, sino la intensidad de la violencia y lo atroz de los crímenes, el sentido común dictamina que algo no se está haciendo, o que se está haciendo mal.

Esa es la realidad que priva en el México contemporáneo y conviene no perder la memoria. Es cierto que la inseguridad se fue saliendo de control en los últimos sexenios, pero no se habían alcanzado los índices tan alarmantes que se viven hoy, al grado que muchos ciudadanos se abstienen, por temor, ejercer sus derechos más elementales. Y eso lastima los sentimientos de dignidad de las personas, sobre todo, si se consideran las promesas de campaña que aseguraban que al asumir el poder de inmediato se abatiría la violencia y la inseguridad. A 18 meses de distancia, la incapacidad para dar cumplimiento a lo comprometido es por demás manifiesta. El problema es complejo y multicausal, no admite respuestas simples ni cursilerías, es por demás evidente que el pregón moralista es pura demagogia, es deprimente.

Hay quienes sostienen que el fenómeno tiene un origen generacional, que la transición de una generación con alcances domésticos a otra con accesos ilimitados a la información y a la globalidad a través del uso de las tecnologías, nos tomó desprevenidos y nos atrapó en el individualismo y en la confusión. Hay quienes dicen que el modelo educativo eliminó de los objetivos propuestos la formación en los valores. Hay quienes piensan que las doctrinas religiosas sucumbieron ante los afanes mundanos y se olvidaron de promover el crecimiento del espíritu y el fervor divino. Hay quienes explican que los modelos económicos aplicados excluyen de los beneficios del desarrollo al grueso de la población, la cual desde la marginalidad se manifiestan con actos que rayan en la barbarie.

Hay dolor por el deterioro que, moda y corrientes ideológicas, causan a la institución de la familia; y lastima la apología que, a través de expresiones “artísticas” y “culturales”, se hace del vicio y de la violencia. Preocupa que la autoridad, por perversidad, incapacidad o negligencia falte al deber legal y ético de brindar seguridad a los ciudadanos. La combinación de estos factores, y otros, ocasiona la descomposición del tejido social al grado de perder el sentido de humanidad para llegar a extremos de atrocidad que llenan de horror a la sociedad.

Los altos índices de criminalidad y las prácticas de saña y sadismo provocan diversas reacciones. Llama la atención la iniciativa que promueve un partido político para que se institucionalice la pena de muerte, que en sí misma representa la negación de la vida y de derechos humanos fundamentales. El tema es polémico, habrá quienes estén a favor y quienes estén en contra; sus promotores refieren que hay países en las cuales se aplica con resultados palpables. Habría que ponderar los costos.

Hay voces autorizadas que alertan sobre la gravedad de la pena capital y exponen razones según las cuales, en nuestro país, no están dadas las condiciones para implementarla. A guisa de ejemplo se exponen dos inconvenientes: las revanchas y vendetas que suelen darse entre los grupos de la clase política y la enorme desconfianza que la sociedad tiene, respecto de los sistemas de procuración e impartición de justicia.

Los prospectos a la pena de muerte provendrían de los grupos más vulnerables, de los que no tendrían influencias, ni dinero para pagar una defensa adecuada, ni para sobornar. Dictaminada, queda cancelada la posibilidad de considerar la eventualidad de cualquier prueba superviniente.

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