Elsa Ávila fue, en mayo de 1999, la primera alpinista mexicana en alcanzar la cumbre del Everest. Antes de salir de México, expresó: “Mi objetivo era subir sin tanque de oxígeno y me preparé dos semanas en el Pico de Orizaba, la montaña más alta de México, a 5,700 metros. Dormí, hice repeticiones allí y luego preparé mis cosas y me fui a Katmandú, la capital de Nepal”.
Una década antes Elsa se encontraba a 98 metros de culminar el ascenso a la montaña más alta del mundo; la cumbre la sentía en sus manos, nada parecía impedirlo. Se sentía fuerte y hasta había ocupado poco oxígeno convencional. En la euforia de cumbre, su cerebro comenzó a producir dopamina y oxitocina, que la comenzaron a inundar de una alegría sin límites. Era un momento de victoria suprema.
Con la respiración en el límite, se introdujo en un mundo raro y misterioso, con nubes espesas, donde la visibilidad era casi nula. Era una carrera contra el tiempo. En el Everest, la regla no escrita establece que si no se corona la cumbre a las dos de la tarde, hay que bajar de inmediato. Llegar después de esa hora, se convierte en un juego de ruleta rusa.
Elsa jugaba sus cartas de manera correcta, faltaba más de una hora para las 2 y su progreso, aunque lento, era constante. Crampones y piolet se incrustaban de manera casi quirúrgica sobre la blanca superficie. Seguía elevándose a la par de las nubes, que también subían lentamente. Quien la hubiera visto en aquellos momentos, habría pensado que Elsa flotaba.
Cuando todo era perfecto, cuando parecía que el universo conspiraba para hacer su sueño realidad, comenzó a experimentar algo extraño, como si no fuera su cuerpo, como si no le perteneciera, se sentía a años luz del Everest. Por su mente cruzó un pensamiento. “¡Siento como si estuviera levitando!”. “¡No puede ser, edema cerebral!”. Carlos Carsolio, su esposo, quien también subía con ella, renunció a hacer cumbre. Ella le pidió que siguiera, aunque sabía que la única esperanza de vida era bajar de inmediato.
Al recordar lo ocurrido, dijo que la vida vale pena vivirla, con todos sus riesgos y recompensas. Que la montaña es como una montaña rusa: se sube lenta y dramáticamente, para después precipitarse sin control. El miedo jamás desaparece y hay que administrarlo, manejarlo. Dejar de sentirlo es peligroso. Estoy de acuerdo en esto. En lo personal, platicaba en una columna pasada, sin que lo compare con lo ocurrido a la alpinista mexicana.
Cuando fui al programa de televisión, estaba la verdad aterrado, pero todo ese pánico, cuando se convierte en energía, es algo poderoso. Es humano sentir pavor. Jamás debe ser motivo de vergüenza. Elsa manifestó al llegar a la cima del Everest, “Lo más hermoso es el intenso azul del cielo”. Mi admiración para todas las mujeres deportistas. Saludos a la atleta Piedad Beatriz Peredo.
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