Una herramienta celeste.-
Nunca me he considerado montañista, tal y como realmente lo son muchos, que merecen todo mi reconocimiento y admiración: Ricardo Torres Nava, Héctor Ponce de León, Andrés Delgado (Q.E.P.D.), Carlos Carsolio, Jorge Salazar y Mario Rizo Campomanes, por mencionar algunos, son orgullo del montañismo mexicano. Reconozco que comencé a hacer montañismo a los 14 años y fue una experiencia determinante en mi vida, hasta que se cruzó en mi camino una maldita adicción que casi termina con mi vida: el alcoholismo.
A los 22 años, subí por vez primera el Pico de Orizaba por la extenuante cara sur. Aquella mañana de lunes 20 de septiembre de 1987, donde harto de un sufrimiento irracional, arrastrándome física, moralmente y espiritualmente, después de casi una semana de beber, sentí que había colapsado. Desesperado, buscando un poco de luz, solo pude considerar dos opciones a aquella existencia miserable: quitarme la vida o buscar ayuda. La primera me dio mucho miedo, no tenía valor para hacerlo, y solo quedaba reconocer que no podía solo con aquel problema tan grave.
Por ello, busqué ayuda, que encontré con un hermano de mi madre, quien con muchos años de abstinencia, había sido víctima de la misma enfermedad. Mi tío José Viveros me llevó a un grupo Doble A. Llegué un 23 de septiembre de 1987. Fue una sucesión de hechos difíciles de explicar. El caso es que yo no podía permanecer sobrio más que algunos días, para terminar siempre sucumbiendo a la bebida. De manera repentina e inexplicable, comencé a disfrutar de mi nueva vida sin alcohol, con una euforia desconocida.
Después de los primeros meses de sobriedad, surgió una necesidad de complementar mi rehabilitación; una necesidad que no podía identificar, aunada al terror por volver a la obsesión de beber. Eran finales de noviembre, cuando dirigiéndome en dirección del Cofre de Perote, y envuelto en aquella magia de color y luz, la idea de volver a hacer montaña, surgió de manera clara y contundente. Necesitaba un anclaje para seguir adelante.
Contemplando el Cofre, me propuse seguir con una rutina de entrenamiento porque estaba con la lengua de fuera, mi respiración era violentamente agitada, mi cuerpo sabía que no sería nada fácil, había mucho trabajo físico por delante. Después de la agitación, en la recuperación del esfuerzo físico, vino la relajación y la determinación de volver a escalar el Cofre. Aquel momento fue de mucha esperanza y seguridad de no volver al infierno de la bebida.
No obstante, en esta vida, la solemnidad siempre deberá ser rota por algo risueño. Estaba haciendo, según yo, contacto con alguna superioridad espiritual, cuando por mi mente pasó, como sucede cuando irrumpe un meteorito en nuestro cielo, rasgándolo con su luz por segundos; la idea de escalar los Andes Sudamericanos. Fui presa de un ataque de risa nerviosa, de burla para mí mismo. Quien me hubiera visto, seguramente, hubiera pensado que mi salud mental no estaba bien.
El montañismo merece todo mi respeto. Fui testigo en la montaña de escenarios de auténtica fantasía, lugares exclusivos que premiaban el esfuerzo, que pareciera por momentos, irracional e inhumano. Las montañas que escalé, de más de 6 mil metros de altura, me permitieron sentir en carne propia toda esta sinrazón para quien jamás ha subido una montaña. La montaña se constituyó en el complemento para dejar el alcohol. Por ello no me considero un montañista de profesión, sino un aficionado, siempre poniendo mi mejor esfuerzo y constancia en la preparación, respetando siempre a la montaña… no término jamás de agradecerle todo lo que hizo y sigue haciendo por mí.
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