lunes, 25 de enero de 2021

Cerca del Cielo - Por: José Ramón Flores


Marzo Rojo.-

 (I de II partes).


Era muy temprano cuando tocaron a la puerta; era mi maestro de Cálculo en la preparatoria Joaquín Ramírez Cabañas, Mario Silíceo, acompañado por mi vecino y compañero de la “Prepa”, Fernando Castillo. Aquel jueves 27 de marzo de 1975, era histórico para el futbol Coatepecano. Después del mediodía se enfrentarían en el Campo Deportivo Adolfo López Mateos el primer equipo de los Tiburones Rojos de Veracruz de la Primera División Profesional, contra la Selección Coatepec de Primera Fuerza. Mario era el responsable de las negociaciones para este encuentro con la directiva veracruzana. Nos invitó a ir al Puerto por el plantel escualo en un modesto autobús de la línea de transporte Azteca.


Llegamos al Puerto, la cita era en las afueras del estadio Luis “Pirata” de la Fuente. Se encontraban algunos jugadores junto con el cuerpo técnico, encabezados por José “Monche” Moncebaez, quien nos recibió muy amable. De inmediato, identifiqué a Mariano Ubirací, también a Francisco Gómez “Batata”; el mundialista en México 70, Francisco Montes; el portero Enrique Vázquez del Mercado. Faltaba la mayoría del plantel y durante la espera pude platicar con el jugador brasileño, Dejair Barbosa dos Santos, quien era un tipo accesible y sencillo. Me compartió una anécdota, jugando en Brasil contra el Santos de Pelé. Barbosa era medio de contención, recordó que había sido una misión casi imposible marcarlo, con pena reconoció, que en un salto disputando un balón en lo alto con la cabeza, accidentalmente le propinó un codazo, provocándole un corte en la frente al Rey del futbol mundial.


Dejair hizo también una gran reflexión de los tiempos tan tormentosos que tuvo que padecer Pelé en sus inicios. No había tarjetas arbitrales, lo que provocaba que los rivales lo cosieran a patadas para frenarlo. Los árbitros no podían hacer nada prácticamente. Agregó que Pelé era cinta negra y tuvo que aprender a protegerse en la cancha, convirtiéndose en una máquina infernal para quienes lo golpeaban descaradamente. Desarrolló una manera técnica y discreta para desquitarse, que los árbitros no se daban por enterados. En el contacto cuerpo a cuerpo, disputando la pelota, incrustaba codos y rodillas en zonas estratégicas y dolorosas de hígado y riñones. Sus rivales se precipitaban al suelo, en medio de dolores paralizantes. “Sus adversarios en la cancha comenzaron a pensarlo, muy bien, antes de volverlo blanco de sus ataques “, remató Barbosa.


De manera repentina fueron llegando todos los jugadores. Escuché cuando el defensa central Jorge Torres Salinas le pregunto al exolímpico en Múnich Eduardo Bautista, “¿A qué horas te saliste de la disco?”, “A las 5 de la mañana”, le contestó Bautista. El Puerto es el Puerto. En el trayecto de regreso a Coatepec, fui víctima de una broma por parte del utilero de los Tiburones, un señor ya entrado en años. Dormitaba cuando alguien me movió, al abrir los ojos, el simpático señor me mostró un diario deportivo preguntándome “Me dijiste que querías leerlo, ¿verdad?”, extrañado le dije que no, las miradas de los jugadores estaban sobre nosotros, entonces todos comenzaron a reír de muy buena gana, ante la broma del utilero. Este sencillo acto nos hizo sentir parte del equipo. Llegando a Xalapa, el chofer tomó la ruta de Las Trancas, y justo en Alborada, el tren pasaba. Fueron muchos minutos de espera que bajé del autobús con algunos jugadores; un garrotero hacia su trabajo comunicándose con sus compañeros con un silbato, recuerdo que estaba parado junto a Eduardo Cisneros, quien, señalando al empleado, dijo: “Ya viste a Arturo Yamasaki”, quien era una leyenda en el arbitraje mexicano aquellos años.


En Coatepec, llegamos a la calle de Colón, donde se encontraba el Club Rotario. Ahí los organizadores del partido ofrecieron una recepción al equipo y desayunamos con ellos. Recuerdo también que tenía junto a mí a Francisco Gómez, quien durante ese tiempo me comentó que coleccionaba billetes y monedas antiguas, y me preguntó si no sabía de alguien que tuviera para comprarle. Por la emoción, por los nervios, solo Dios sabe, pero le dije que no sabía de nadie. Días después recordé que mi abuelita paterna, Petra Méndez, quien vivía con nosotros, tenía monedas y billetes antiguos. Los nervios siempre traicioneros… Continuará



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