lunes, 12 de abril de 2021

Cuarto Acto - Por: Alejandro García Rueda


El Poder de la voz.-


La decisión de colocar a un candidato como su nuevo representante en el congreso, la alcaldía o en la gubernatura (por poner un ejemplo) atiende de primera intención a la interpretación que, como elector, se tiene del aspirante en cuestión. Se toma en cuenta si es de trato amable, si resulta un extraordinario conversador, si es educado y conciliador pero uno de los factores que más impacto generan es el poder de su “voz”, entendiendo por ello no solo lo que sale de su garganta sino de su mente.


La gente evaluará lo que el candidato comparte, lo que escribe, lo que proyecta; someterá a escrutinio su verdad, sus conocimientos; pondrá a prueba su inteligencia y revisará, entre todo el abanico de posibilidades, quién tiene realmente la posibilidad de ponerse en el lugar de los ciudadanos. Es por ello que su voz y su forma de hablar deben estar en el mismo canal que sus palabras.


La tarea de elegir las palabras que mejor traducen sus ideas y ajustarlas a frases lógicas se produce de forma automática pero no siempre resulta eficaz porque en ocasiones el mensaje no alcanza a ser comprensible para todos. Es más, aparecen oraciones flojas, con una articulación cerrada y un tanto desdibujada.


Las conferencias de prensa en periodos electorales son el pan de cada día y el candidato no puede darse el lujo de hablar con la boca pequeña. Cuando un político miente, se le nota. En el afán de dar certeza a sus respuestas, de no parecer poco conocedor de los temas que se le cuestionan o dar un aire de cultilocuencia, se mete en un laberinto y de pronto cambia el tono de la interlocución con voces raras.


Generalmente, al comenzar su andar político es cuando el candidato tiende a sentirse nervioso, se muestra poco asertivo e incluso tiene que memorizar su discurso para sentirse seguro. En ese instante puede activar el “piloto automático” pero debe trabajar con la conciencia de que -ya sea dentro o fuera de su equipo- quien busque regar pólvora y ponerlo en la mira, no encontrará polémica sino reflexión, no recibirá ataques sino diálogo, y no escuchará reproches sino conclusiones concretas.


La diferencia inmediata entre ganar o perder estará en la voz. El candidato que busque hacer gala de su inteligencia, debe darse el permiso de improvisar como lo haría un músico de jazz, respetando la tonalidad, el ritmo y el sentido. Si no es capaz de eso o no quiere hacerlo, deberá trabajar el doble, porque entonces su discurso -aunque sea leído- tendrá que parecer espontáneo. Esa habilidad la tienen pocos.


El saludo de puños o de codos, la reverencia, el esbozo de una sonrisa o la foto que más tarde aparecerá en redes sociales es la punta del iceberg. Una candidatura no es solo un cambio en la cara más visible de la organización, significa el paso a una nueva estrategia en la comunicación hacia el exterior.


Es cierto que quienes aspiran a un cargo de elección popular deben enfocarse en el presente pero no está por demás trabajar para sortear obstáculos en el futuro, máxime si se trata de dificultades en la comunicación. Es crucial, que la vocalización sea precisa: de lo contrario, pueden parecer desorganizados, impacientes o coléricos. Se observará en lo sucesivo a esos candidatos y se verá también su capacidad para “digerir” el discurso que está leyendo. La gente no es tonta, pronto notará quien tuvo la decencia de involucrarse en su dicho y quien dice algo solo porque lo tiene escrito.


Los políticos mexicanos, de manera puntual quienes se “estrenan a cuadro”, reaccionan generalmente ante ciertos estímulos externos desde el estómago, con una actitud explosiva y beligerante cuando -además de lidiar diariamente con el rechazo- deben abrir paso a una posición firme, pero reposada y razonada. En estas lides hay en la mesa varios limones y el truco está en probarlos sin hacer gestos.


Cuando el candidato está implicado en el discurso, sus palabras son reflejo de sus emociones. Va en evolución constante, no es plano y no se limita a argucias retóricas; se pone en marcha a 447 kilómetros por hora y la emoción en el párrafo siguiente puede ser totalmente distinta. Por lo contrario, un discurso pronunciado a velocidad constante y con pausas de duración similar, suena frío y distante. El candidato arrasador y de exitoso carácter maneja en su discurso especialmente tres emociones: alegría, tristeza e indignación. Cada una tiene unas características fonéticas particulares, en absoluto intercambiables. Atención, señor de impoluta oratoria.



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