Los votos y los votantes.-
La democracia tiene origen y acta de nacimiento, proviene de las voces griegas ‘demos’, pueblo, ‘kratos’, poder, y pretende significar que el poder político reside en la voluntad del pueblo. Así, la democracia cobró vida en la antigua Grecia, por allá en el siglo sexto antes de la era corriente.
La democracia ateniense estaba basada en la selección de representantes por sorteo y las decisiones se tomaban en asambleas por mayoría. Las asambleas estaban compuestas por todos los ciudadanos varones de Atenas y votaban en forma directa. Los ‘electos’ no tomaban las decisiones, ejecutaban lo que la asamblea les instruía; los atenienses consideraban que dar el poder de tomar decisiones a los representantes electos convertía el estado en una oligarquía. La democracia significaba (y para algunos aún significa) la igualdad ante las decisiones y ante la selección de decisiones y no la elección de personas encargadas de decidir, como en la democracia representativa de nuestros días.
En India, se habla de ciudades estado donde predominaba la democracia aún antes de establecerse en Grecia. Pero este sistema de gobierno sucumbió ante reinos militares, autoerigidos, totalitarios y beligerantes.
A finales del siglo XVIII, la democracia cobra la forma actual, nace el sufragio universal y el voto secreto, junto con la conformación de los partidos políticos, en un esquema de organización política que separa los tres poderes, definidos prístinamente por Montesquieu. Sin embargo, la cultura de la época arrastra viejos prejuicios, como el voto enteramente masculino. Y detrás de democracias aparentes se esconden plutocracias, en las que gobiernan quienes tienen más dinero; oligarquías, grupos reducidos que controlan los procesos políticos; y aristocracias, grupos privilegiados que manipulan a quienes se colocan debajo de ellos.
Les recuerdo que en México se les otorga el voto a las mujeres en 1958 lo que nos habla claramente de la imperfección del sistema originario.
Las llamadas constituciones modernas, desde la constitución política de los Estados Unidos de América de 1776, que sirvió de modelo a la mayoría de las ulteriores, incluida la mexicana de 1917, establecen los poderes, ejecutivo, legislativo y judicial, cuya separación es indispensable para que la vida democrática de un país lo sea. Más allá de los procesos electorales, en los cuales se manifiesta el voto ciudadano para elegir a sus representantes, quienes al cabo terminan representando los intereses partidarios y no los populares. Y esto es porque el gobierno es un botín, del cual, grupos oligárquicos se apoderan.
En esta situación, los apoderados del gobierno usan los recursos de estado como se les viene en gana. El pueblo, colectivo indefinido, multicolor y con diferencias regionales, ya votó, y dado que no hay instancias dinámicas de representación social, ya se ‘amoló’. Se convierte en espectador de las políticas públicas, es sujeto y objeto de acciones de gobierno, que quizá le convienen o no, pero más no puede hacer. Solamente aplicar el sabio y horrible dicho castellano, ‘ajo y agua’, a joderse y aguantarse.
De aquí, la importancia de la pluralidad, la desconcentración del poder público y el ejercicio de los poderes legislativo y judicial de manera autónoma, de acuerdo a la Constitución y a las leyes que de ella derivan. De no ser así, hablamos de un totalitarismo autocrático. Que es y se oye muy feo.
Insisto, la democracia no es electoral, sino un sistema participativo, en el cual, las leyes definen el contexto en que los actores, gobierno y sociedad, asumen sus roles y acatan sus cometidos.
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