“Si no estamos cometiendo ningún error, será mejor que nos observemos con cuidado, no sea que se deba a que no estamos haciendo nada. Lo malo es que eso constituye el máximo fracaso…no hacer nada”.
Recuerdo con sabor a trauma cuando descendíamos todos maltrechos de la montaña más alta de Ecuador, el Chimborazo. Después de muchas horas de duro ascenso, la bajada exige un esfuerzo extraño, hasta desconocido; la subida consume mucha energía y sobre todo mental. El momento de cumbre es de éxtasis, con sentimientos de mucha duda y miedo, siempre con la angustia de no saber cómo se bajará.
Recordaba la primera vez en el Pico, cuando jamás pude ser parte de la alegría de estar en la parte más alta de México. Mi mirada se perdía hacia abajo, en la pronunciada pendiente de la cara sur. Preguntándome cómo íbamos a bajar, en esa casi verticalidad. Rememoro que me daba mucha vergüenza no estar viviendo aquel gran momento. Me sentía hasta vulgar por mis temerosos pensamientos. Cuando tuve oportunidad de preguntarle a Ricardo Torres Nava qué había experimentado en la cumbre del Everest, en 1989, pude sentirme un poco más digno y tranquilo. Richard también confesó haber experimentado mucho miedo, cuando tuvo que iniciar el regreso de la cumbre más alta del planeta, junto con los dos sherpas que lo acompañaban, uno de los cuales murió en el descenso.
Para Eduardo Agama, José Luis Molina y quien esto escribe, el descenso del Chimborazo fue lastimoso. Eduardo, con sus 200 ascensos al Cotopaxi a principios del 2000, se comportaba como si estuviera en el parque del pueblo un día domingo. Cuando se desciende de una montaña, ya se dejó el alma y el cuerpo en lo alto por el esfuerzo. Además, como el sol, cuando cae a plomo, cristaliza la suave nieve de la mañana, convirtiendo un escenario inofensivo blanco, en una orgía de concreto. Un glaciar endurecido y compactado y un agotamiento externo hacen un cóctel perfecto para un resbalón con sabor a muerte. En ese momento, decía puras incoherencias, hablaba todo rápido, ni yo podía entender de donde sacaba tanta barbaridad. José Luis también era víctima del esfuerzo. Su mirada perdida lo decía todo. Eduardo no hablaba, solo se limitaba a observarnos, con un gesto de profesional comprensión.
Cuando llegamos al inicio del glaciar, me toqué la cara y entendí lo que me ocurría. Hervía de fiebre y este era el motivo de tanto desvarío. Tengo muy presente que conforme se desciende, las condiciones del cuerpo mejoran, el mal de montaña solo desaparece al bajar.
Renegué de encontrarme en una montaña, a miles de kilómetros de mi país, con el riesgo de morir en un accidente y sintiéndome muy mal; me sentía enfermo, y experimentando un cansancio extremo. Los pasos que dábamos, eran los pasos del miedo y de la muerte. El desgaste emocional a también se convierte en otro de los demonios que se sueltan sin control. La montaña se disfruta después de haberla subido y en aquellos momentos la alegría existe, pero la eclipsa el cansancio, el miedo y el dolor.
Son momentos de inspiración divina. Algo difícil de explicar, solo viviéndolo se puede entender. ¡Qué difícil es explicar los motivos de la montaña! Que es cuando los sueños fallecen, no se desea nunca más volver a experimentar semejante martirio. La renovación de sueños, viene después, ya en el asfalto, ahí se vuelve a saber, que el sueño no se ha agotado, que la locura sigue aún vigente.
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