lunes, 16 de noviembre de 2020

Cerca del Cielo Por: José Ramón Flores

Todo a su tiempo



Siendo un niño aún, el cambio de residencia al entonces Distrito Federal, para Ricardo Torres Nava representó un cambio definitivo que lo convirtió, años después, en el primer mexicano y latinoamericano en la cumbre del Everest. A temprana edad, Ricardo se inició en el montañismo; cuando cumplió 15 años, en plena adolescencia, ya había hecho cumbre en las tres montañas más altas del país.


Su maestra del montañismo fue “la tía Olga”, a quien le decía tía, por el gran afecto y respeto que sentía por ella. “La tía Olga” se convirtió en una influencia moral y filosófica, determinante en su futuro como alpinista profesional y como persona. Esta parte de su vida que Ricardo me platicó de manera personal, me ayudó a saber que todos necesitamos una “tía Olga”, si queremos trascender en la vida. La mamá de Ricardo falleció de cáncer cuando él era muy pequeño. También aun en aquel terrible trance les transmitió a sus hijos valor y coraje.


Hay una anécdota de Ricardo siendo un niño de 11 años, que vivió en el Iztaccíhuatl, junto con la tía Olga y un grupo de alpinistas chilangos. Cuando llegaron al inicio del glaciar de la montaña, el grupo decidió regresar. Ricardo preguntó por la ruta para alcanzar la cumbre. Alguien le señaló con la mano, dibujando en el aire la ruta. Cuando tenían 20 minutos de descenso se dieron cuenta de que Ricardo no iba con ellos. Al voltear montaña arriba, ya sobre el glaciar, distinguieron al pequeño alpinista escalando rumbo a la parte alta del Iztaccíhuatl.


Gritándole por su nombre, uno de los montañistas le dio alcance y, a regañadientes, Ricardo aceptó regresar. “La tía Olga” lo reprendió con mucha energía, estaba muy enojada y contrariada por la actitud arrogante e irresponsable del pequeño alumno. Después del severo regaño, le hizo saber algo que Ricardo jamás olvidaría y que se convertiría en la piedra angular de su brillante trayectoria como alpinista: “Ricardo jamás olvides que en la vida todo debe de ser a su tiempo, ni antes ni después”.


Cuando Ricardo plática estos recuerdos, lo hace de una manera muy simple y sencilla, convencido de que la arrogancia y la vanidad son veneno puro para cualquier ser humano. El Everest -dice Ricardo- lo humanizó, que incluso, estando en los traicioneros rincones remotos de la montaña más alta del planeta, experimentando toda la pequeñez e insignificancia del ser humano ante el poder absoluto e infernal de la montaña, perdonó a un tío de Nueva Rosita, del que se encontraba distanciado y muy enojado. Arrojó todo su enojo a lo profundo de una grieta del Everest.  En aquellos instantes de mucho miedo, también expresó “¡Tío, si me ofendiste, te perdono, y si te ofendí, perdóname!”. Es algo que no solo se aprende en el Everest, si no en cualquier alta montaña, cuando se siente un miedo real, a no regresar con vida a casa. Esto yo también lo he sentido y he pedido perdón a tanta gente que he lastimado y ofendido. Es un ejercicio muy difícil de hacer, sobre todo si no se realiza de corazón. Porque al regresar a la comodidad y seguridad del asfalto, regresan con uno la soberbia y egoísmo, muy de nosotros los humanos.


El legado de “la tía Olga” para Ricardo sigue vigente aun. Y seguirá así. Y es un consejo que se debería poner con letras de oro.



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