El arte de la cocina.- El fogón en el bracero está en su apogeo. El comal de barro recibe las tortillas directo de las hábiles manos de la bisabuela que con facilidad y práctica, las palmea y las pone con elegancia. Rodeada de nietas y bisnietas que desde temprano la acompañan, les va explicando el proceso de ‘echar’ tortillas y de muchas actividades que anteriormente las mujeres hacían, y que ahora se han ido perdiendo. Doña José con más de ochenta años y más de sesenta atendiendo al viejo cortador curtido por el tiempo y el trabajo, es verdaderamente una sabia. Aunque ella no lo sabe. Le explica a las chiquillas la forma correcta de usar el metlapil, firme, suave, con amor; con ese rodillo de piedra aprieta la masa sobre el pandeado metate. Con una rapidez inexplicable le da forma redonda, palmeando, a una bolita de masa. Las tortillas, todas del mismo tamaño, se van esponjando a la primera vuelta. Las que ya están en su punto, las pone en un jícaro hecho de medio calabazo que contiene una servilleta que las mantiene calientes. “No tarda en llegar su abuelo”. Un molcajete de salsa machacada de chiles, tomates y cebollas asadas, complementan el escenario. Las niñas más pequeñas se divierten haciendo figuritas de masa como si fuera plastilina. Unos patitos y otras figuritas son puestas en la orilla del comal para que se doren. Sin dejar de mover las manos, les platica a las inquietas chiquillas: “Aprendimos a echar tortillas desde muy chicas, desde poner el nixcómil y llevar el nixtamal al molino”. Las niñas y jovencitas divertidas, escuchan con visible emoción. La veterana abuela curtida con el humo del bracero y moldeada en el metate de la vida, continúa: “Y por estas fechas empezábamos los preparativos para recibir a nuestros muertitos. Lo primero era ir a cortar la rama tinaja, para el altar. La flor de muerto o cempasúchil abundaba en las melgas. Se compraban veladoras y también incienso que se ponía en una copa de barro negro. Desde el verano se engordaba un marrano para esta importante fiesta”. Una de las pequeñas se anima a preguntar: “¿Y los tamales, abuelita?”… A lo que la sibila cumea, vidente del pasado y del futuro, con notable nostalgia, como evocando los recuerdos, les explica: “Eso era lo más bonito, todo un ritual místico y familiar. Las hojas de plátano se medió asaban en un anafre de carbón para que se hicieran resistentes y flexibles y no se rompieran, las de totomoxtle se remojaban en el tanque o en cubetas desde días antes, para que estuvieran blanditas. Se llevaba el nixtamal al molino y se pedía martajado, diferente a la masa de tortillas. Se reunían todas las mujeres de la casa. En una cazuela grande de barro, se ponía la masa y se empezaba a batir, se le iba poniendo la manteca y la sal. Normalmente se hacían los tamales de frijol, de dulce y de mole, pero después se hacían de ejotes con pipián, de salsa verde con queso y también de sal. Envolver y acomodar en una gran lata a la que previamente se le ponía, una moneda de cobre al fondo, la piedra del chile, un chile seco y otras cosas, dizque para que no se achocharan. Era una verdadera fiesta. De la ofrenda después les platico porque ya viene su abuelo, y llega con hambre”. Con ojos de súplica una niña la cuestiona: “¿Y cuándo llegan los muertitos, Abue?”… Ya retirando el comal y poniendo la cazuela de frijoles a calentar, les explica: “La tradición que ha pasado de boca en boca dice que los muertos llegan cada 12 horas cada día, entre el 28 de octubre y el 2 de noviembre. El 28 de octubre se recibe a los que murieron a causa de un accidente o de forma repentina y violenta. El 29 a los ahogados. El 30 a los olvidados, los que no tienen familia que los recuerde. El 31 a los que están en el limbo, los niños que nunca nacieron. El 1 de noviembre a los niños y el 2 de noviembre a los muertos adultos”. Al escuchar un chiflido, todas salen corriendo a recibir al patriarca…
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